Todavía me sorprende cómo muchos independentistas que se vanaglorian siempre de echar por el atajo y de querer sobrepasar la ley española se extrañen o se muestren indignados con las represalias con que las invenciones autonomistas pretenden atenazar el referéndum o cualquier iniciativa que tenga como centro gravitatorio el libre albedrío de los catalanes. Así últimamente, con el dictamen del Consell de Garanties Estatutàries (CGE) que, en un informe no vinculante, detecta una problemática legal con la disposición adicional número treinta y uno de los presupuestos, que los vincula directamente a la celebración del referéndum. Cualquier iniciativa vinculada a la consulta sobre la autodeterminación (a saber, que religue el futuro de Catalunya a todo lo que decidan sus ciudadanos en las urnas) será necesariamente contraria al Estatut, una ley españolísima promulgada por Su Majestad, la de antes, no la de ahora, y, por lo tanto, plenamente subyugada a la carta magna y la unidad de España.

Que unos presupuestos en que se incluye un referéndum son ilegales a los ojos de la legislación española no hace falta que nos lo venga a revelar el CGE, ni la Virgen Maria. Que de la autonomía no saldrá la independencia y que, por consiguiente, nunca se podrá urdir un proceso independentista "de la ley a la ley" (a imagen de la transición española del franquismo a la democracia bajo vigilancia) es cada día más palmario. De hecho, el Estado español tramó hábilmente esta estrategia en el mismo Estatut del 2006, que los catalanes votaron con mucha parsimonia: en el preámbulo delirante de su entramado ya se deja bien claro que "el Parlament de Catalunya, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía, ha definido Catalunya como nación, de una manera ampliamente mayoritaria. La Constitución española, en el artículo segundo, reconoce la realidad nacional de Catalunya como nacionalidad."

Relegando el concepto de nación al de voluntad y de sentimiento y descafeinándolo en la carta magna como nacionalidad, el españolismo se aseguró hábilmente que el Parlament y la Generalitat fueran en ellos mismos un impedimento legal contra la libre voluntad de los catalanes. A su vez, negando el carácter de nación, uno se aseguraba que el gobierno legítimo de los catalanes no pudiera apelar a las instancias internacionales, que reconocen el derecho de autodeterminación para todas las naciones que viven bajo el yugo de una Administración que impide su libre albedrío. Eso lo sabíamos desde hace tiempo, como también sabíamos que el referéndum de autodeterminación no responde ni se basa en una partida presupuestaria de unas cuentas autonómicas, ni en cualquier iniciativa que quiera proclamarse desde un marco legal autonómico. No habrá libertad, y eso lo entiende todo el mundo, que nazca de una telaraña inmovilista.

El referéndum no depende de ningún entramado legal, ni de una disposición presupuestaria. Sólo de 72 hombres y mujeres osados que quieran dejarse el alma por sus votantes y por todo lo que les han prometido. El resto, poesía barata y más garantía de autonomismo.