Una de las particularidades de la administración pública que más abomino es su permanente obsesión de guiar la espontaneidad de los ciudadanos, como si estos fueran carne de psicólogo que necesita ser curada de un trauma. Hace pocos días, pensaba en ello a raíz de la retirada del memorial por las víctimas del atentado en la Rambla: no me opongo a la acción, sólo faltaría, porque eso de poner flores y velitas en el lugar del crimen siempre me ha parecido una cosa muy hortera y, además, los comerciantes y vecinos de la calle tienen todo el derecho a recobrar el tráfico habitual en la vía. Me sorprendió, no obstante, la curiosa debilidad del Ayuntamiento —con Gerardo Pisarello al frente— para catalogar todos los objetos y apartar, según el idiolecto del lugarteniente de la alcaldía, "una muestra representativa a efectos museísticos". Últimamente, como veis, entender las autoridades municipales no es cosa sencilla.

Según leo en nuestro digital, la debilidad morbosa para catalogar la espontaneidad del luto de paseantes y turistas no ha dejado títere con cabeza. El mismo Pisarello condujo personalmente (de noche, bajo la luna, como si fuera el gran héroe Giuliani campando por los escombros del World Trade Center) el levantamiento de peluches, ramos de flores y boinas de mosso, franqueado de unos trabajadores del Museu d’Història de Barcelona que se encargarán de seleccionar los objetos más relevantes. Nada se ha dejado al azar; ¡las flores se utilizarán para hacer compostaje de hierbajos y las velas se regalarán a entidades de cariz social (vete a saber qué cojones quiere decir eso y por qué estas asociaciones pueden necesitar velas, ¡pero tú dale!), mientras que los objetos de recuerdo irán a parar, supongo, a una vitrina del Born para hacer compañía a los restos mortales de los héroes de eso nuestro tan bonito del 1714.

No me hacen falta memoriales que me obliguen a recordar las cosas y pienso que la mejor forma de combatir el terror es seguir con la fiesta

Viví unos cuantos años muy cerca de aquello que habían sido las Torres Gemelas de Nueva York, lugar donde, durante mucho tiempo, permaneció el memorial mortuorio más bello y terrible de toda la historia humana. De noche, aunque hiciera mucho frío, me gustaba mucho pasear alrededor del agujero inmenso que había dejado la desgracia del 11-S, una especie de trauma viviente en forma de pantano seco, espacio fantasmagórico que había dejado absolutamente aturdidos a los neoyorquinos, hasta el punto de que el proyecto arquitectónico de reforma encabezado por Daniel Liebeskind fue un auténtico quebradero de cabeza que se resolvería (y todavía muy parcialmente) pasada una década de la tragedia. De hecho, poco después del ataque, la mayoría de objetos que sobrevivieron a la explosión se llevaron al vertedero de Fresh Kills, en Staten Island y, según parece, ahora lo quemarán todo porque quieren acabar poniendo un parque.

Sin equiparar dos ataques de magnitud y repercusión tan diferente, yo admiro bastante la determinación de mis conciudadanos neoyorquinos a quemar la nostalgia museística y a pasar página con alegría y a partir de una buena hoguera. Ya lo sé, el ataque del 11-S tiene su memorial y un museo, pero diría que la cosa se encuentra bien lejos de ser marca de la ciudad y va mucha más turistada que indígenas. Guardar cuatro peluches y unos carteles para hacer un memorial con todo eso de la Rambla en un museo o incluso amenazar con construir un monumento para que la gente vaya a hacer la lagrimita forma parte de este dirigismo obsesivo que os comentaba. Catalogar el luto, o hacer alguna cosa artística siempre es algo complicado: yo, como me pasa con los malos recuerdos y las fotos de las antiguas parejas, prefiero meterlo todo en la basura y continuar como si nada hubiera pasado.

No me hacen falta memoriales que me obliguen a recordar las cosas y pienso que la mejor forma de combatir el terror es seguir con la fiesta. Pero no me hagáis caso, debe ser un defecto de forma. Y piense lo que piense ganarán siempre los catalogadores del luto. Cuando lloréis sobre el mural de Miró, id con cuidado, porque muy pronto pasará un agente municipal a recogeros las lágrimas. Al tiempo.