No hay que ser muy perspicaz para ver que los términos del debate sobre el ataque de los jóvenes de Arran al bus turístico de Barcelona ha ido mucho más allá de un asunto interno y urbano sobre aquello que los cursis denominan turismofobia. De hace mucho tiempo, hay sectores del soberanismo moderado que suspiran porque el 1-O no se pueda celebrar el referéndum de autodeterminación y que la anulación del compromiso del gobierno por parte del ejecutivo del PP y la judicatura provoque un Euromaidan masivo en las calles de Catalunya y una lógica preeminencia de la imagen de una Barcelona con las plazas llenas de gente protestando contra la intolerancia del gobierno español. Aunque parezca paradójico, en este sector del independentismo (que suspira con las calles llenas con el fin de presionar al gobierno español y que este ceda a una tercera vía) ya le va muy bien evitar el referéndum y llenar las plazas de motivados a la espera de que a Rajoy y a la comunidad internacional se les conmueva el alma.

 

Los independentistas de postureo sueñan con una Barcelona llena de gente airada porque, en el fondo, ya les va bien escudarse detrás de las masas y hacer lo posible para que estas olviden que el referéndum era un compromiso innegociable del Govern. Paralelamente, el ambiente enrarecido que pueden provocar manifestaciones en la calle siempre lo acostumbran a aprovechar los de siempre para reclamar moderación: como de consuetud, los que atizan a las masas en las plazas son los mismos que les acaban pidiendo que cedan al pragmatismo (véase a Podemos). Y aquí está donde entra a la CUP: hace mucho tiempo, un líder soberanista en la sombra me dijo que, si el referéndum no podía hacerse, había que impulsar una serie de movilizaciones masivas y pacíficas tipo Tahrir en Barcelona y me interesó especialmente que insistiera en el hecho de que las manis serían un éxito de presión internacional si los locos de la CUP no empezaban a quemar contenedores y no apedrear a policías españoles.

 

A raíz del incidente con el bus turístico, no es ninguna casualidad que las voces principales de la tercera vía (encabezadas por Colau y Santi Vila) se hayan agarrado rápidamente al teatrillo de pintar a los jóvenes de Arran como etarras. Con Santi Vila la cosa es bien normal, tratándose de un político que siempre mira por el propio interés, pero que una revolucionaria y antigua okupa como Ada criminalice la acción de los jóvenes de la CUP con el lenguaje sentimental de las solteronas de Unió no es ninguna casualidad. De hecho, la movilización que querría el soberanismo autonomista, en caso de que no se celebre el 1-O, no sería una mala noticia para la hiperalcaldesa de Barcelona, que se siente particularmente cómoda en la dialéctica venezolana de las masas. Unas calles llenas de gente podría ser la ocasión perfecta para devolver a la retórica huelga del 27-S: somos mucha gente, pero es España quien nos tiene que autorizar a contarnos.

 

Cuando los moderados se exclaman y exageran la acción de la CUP (oí opinadores que incluso fingían preocuparse por los pobres jovencitos encapuchados, por si acaso la pasma los confundía con yihadistas), los guardianes del juicio no pueden disimular el sueño húmedo de unas movilizaciones exorbitadas que justifiquen su retorno al orden y a la centralidad, es decir, al moderantismo convergente de siempre. La enésima trampa con el fin de evitar el referéndum será pedir al pueblo que haga a Maidanes y Tahrires para disimular aquello que sus líderes no han podido hacer. Afortunadamente, ni la CUP ni los chiquillos de Arran caerán en esta enésima mandanga. Espero que los líderes de Junts pel Sí hagan lo mismo. Los países serios ponen urnas y deciden sus prioridades. Quien sueñe con plazas llenas de gente con el fin de hacer postales sin destinatario será, como siempre, uno de nuestros íntimos enemigos.