La ciudad es un trozo de tierra donde se vive continuamente la lucha traumática entre novedad y desaparición. Barcelona no sería ella misma si a los guateques post-olímpicos como el Mobile World Congress, con toda su panda de cretinos inventores de apps que se pasean por la ciudad luciendo etiquetas congresuales, se sumase de tanto en cuando la indignación por algún comercio en vías de extinción, especialmente si se trata de uno de esos establecimientos que los cursis llaman emblemáticos. La última amenaza de la tiranía de lo nuevo sobre lo viejo ha caído sobre nuestras carismáticas churrerías. Muchos churreros barceloneses se jubilan y la normativa municipal sólo permite ceder su licencia a familiares próximos. Hartos de haber aguantado toda la vida con los padres currando cada domingo y apestando a aceite frito, los descendientes de churrero prefieren hacerse pilotos de avión o agentes bursátiles. Lentamente, Barcelona ha pasado de setenta a una simple veintena de churrerías .

Los churreros barceloneses han pedido un cambio en la normativa, con más flexibilidad para traspasar las licencias, y este humilde ciudadano de la Rosa de foc se suma a la exigencia por solidaridad y egoísmo: solidaridad con un oficio que en los noventa popularizó las paradas de comida antes que los hipsters inventaran la mariconada esa de los food trucks, y egoísmo de puro y simple ciudadano glotón, para el que los conciertos en el Auditori no serían lo mismo sin el tufillo seductor que desprende la Xurreria Argilés, tocando al metro de Marina, y las noches en el Camp Nou mucho menos calóricas de no estar ahí La Xurre del carrer Arístides Maillol. Los churreros son los bármanes de la madrugada y sus paraditas son el último homenaje a la resaca que tiene nuestra aburridísima ciudad. Un churro es la mirada magnánima de un padre que cede a la glotonería de los chavales, la esgrima de las manos de una pareja que mezcla harina y azúcar con los besos al atardecer.

Hiperalcaldesa, mantenga y ayude a poner churrerías en las calles, que las urnas ya las pondremos nosotros.

El Ayuntamiento y nuestra híperalcaldesa no sólo deberían cambiar la normativa vigente para regalar más tranquilidad a los churreros, sino fomentar un concurso durísimo y exigente para los profesionales que opten a las nuevas licencias y así Barcelona no sólo tendría churreros cariñosos con el pueblo, sino doctos en idiomas y en todo tipo de cuestiones. Una ciudad debe generar felicidad y no hay nada de más beato y jovial que un buen cucurucho de churros, churros que desafíen la dietética insufrible de los foodies vegetarianos, churros que provoquen millares dedos chupándose el aceite y el azúcar, churros de chocolate que provoquen el dolor de cabeza de las lavanderas de la ciudad. Hiperalcaldesa, mantenga y ayude a poner churrerías en las calles, que las urnas ya las pondremos nosotros.