Con el fin de ser una ciudad globalizada, Barcelona debe entrar en el circuito mundial del miedo. Hay un sueco errante que coge un camión lleno de bombonas de butano y lo endosa contra dirección entre el Poble Sec y la Barceloneta. Ahora sabemos que, lejos de ser un terrorista intrépido, el detenido había pasado toda la noche de parranda e iba de falopa hasta el culo, estado existencial que nuestro conseller de l'Interior, devoto y beato, define como "gastarse mucho dinero en actividades que le comportaron una euforia continuada de muchas horas". Poco importa lo que pasara, porque los barceloneses –el miedo y el narcisismo van de la mano– ya se sentían víctimas de un ataque terrorista y los periodistas de la tribu corrían aterrados anticipando muertos y minutos de silencio. Pero de momento somos un clarísimo ejemplo de país exportador: los yihadistas se forman aquí, pero –por motivos que se me escapan– deciden viajar a otras capitales del mundo para hacer explotar sus exactísimos petardos.

Lo único que engloba culturalmente al mundo ya no es el capitalismo, ni los supermercados vegetarianos, ni el Primavera Sound ni su consecuente mandanga: es el miedo, fenómeno inigualado –ya lo sabían los griegos– que ha podido convertirnos en seres emocionalmente idénticos, aquí y en Pekín. Sólo así se explica que los barceloneses, poco doctos en violencia, pensaran que un islamista radical necesitaba hurtar un camión de butano y lanzarlo a la velocidad de una bala para atentar contra los pobres peatones, en vez de comprárselo él mismo y volarlo en una estación o en la playa. Solo desde este punto de vista, la necesidad de formar parte del mundo de las víctimas, convertimos al pobre morado sueco en un enemigo de la vida occidental. Es un curioso fenómeno, el pavor, y excita ciertamente la creatividad de los homínidos. El atentado, decían las abuelas, tenía que suceder tarde o temprano.

Lo único que engloba culturalmente al mundo ya no es el capitalismo, ni los supermercados vegetarianos, ni el Primavera Sound ni su consecuente mandanga: es el miedo

En el mundo del terror, quien no ha sido víctima no merece compasión y Barcelona soñó unas horas con entrar a formar parte de las ciudades damnificadas. Somos unos seres adorables, los habitantes del cap i casal. Nos han educado reverenciando a los pedruscos del Born, y así reivindicamos a gritos un nuevo agravio que nos justifique. De momento, pobrecitos nosotros, no tenemos ni un asesinato a gran escala para poder lucir sangre. Sólo nos queda el miedo, primer paso para convertirnos de nuevo en ciudadanos del mundo. Un sueco taja, ya lo veis, ha sido nuestro primer hombre bomba; un aprendiz de criminal, por desgracia, nos ha hecho llorar por adelantado. Somos así, maravillosamente tranquilos, aprendices de inquietos torpes, mediterráneos de raza pura que se asustan cuando el hombre del butano invade el carril contrario. Los pérfidos fundamentalistas ya ni tienen que agredirnos, que ya nos lo hacemos solos.