El caso Benítez ha vuelto a colocar bajo el foco la actuación policial e incluso, dicen algunos, el modelo que subyace en ella, pero todo lo reflexionado en los medios ha servido sólo para concluir, como ha dicho el propio director de la Policia, Albert Batlle, que ya se ha hecho justicia, o para afirmar que no, en opinión de las CUP y compañía. Pues bien, a mi entender es difícil que sepamos nunca si la cuestión se ha resuelto en ese plano. La foto final es la de ocho mossos condenados a pena de prisión, aunque no entren, y a una suspensión de empleo y sueldo que, por la circunstancia, no podrá paliar ningún seguro de responsabilidad civil, mientras entre todos pagamos los 150.000 que recibirá la familia del fallecido. Que hayan aceptado esas condiciones, sin duda por consejo de sus abogados, no significa que se sientan culpables, ni que lo sean, aunque a partir de ahora la verdad judicial haya destruido una presunción de inocencia que, por otra parte, nunca tuvieron en lo que a la opinión pública se refiere.

Que los encausados fueran desde el principio considerados culpables se debe a que prolifera en los medios de comunicación y entre una parte importante de los medios políticos una actitud de desconfianza hacia la policía. Yo confío en ella como en general confío en las fuerzas de seguridad, y me molesta la pueril identificación que se suele hacer entre policías y los malos de la película, pues aunque entre sus miembros pueda haber sujetos impresentables, eso no justifica establecer la línea divisoria entre buena y mala gente en razón de la profesión que cada cual ejerza. En la infantiloide actitud de algunos supuestos defensores de la justicia (fiscales, jueces, periodistas, clase política), cargar contra la policía cuando ésta se ve implicada en una confrontación física con ciudadanos de a pie parece casi obligado. De hecho, la hostilidad manifestada en el último Saló de l'Ensenyament por Ada Colau a los militares que, como cada año, habían colocado su estand en el recinto, forma parte de esa extraña mala conciencia que en España se ostenta respecto de quienes velan por nuestra seguridad y que no compartimos con ningún país democrático del mundo. Aunque el Ejército ofrezca, como era el caso de marras, enseñanza de calidad en múltiples ámbitos y de manera gratuita, hay que morder la mano que lo brinda, incluso a conciencia de que nuestro actual sistema universitario hace tiempo que dejó de dar servicio como el que ellos pueden dar.

Que la profesión no hace al sujeto lo tenemos ratificado en casi todos los ámbitos. Hemos visto cómo curas que predicaban el bien han sido pillados sobando infantes (hay quien dirá que justamente por ser curas; yo creo que a pesar de serlo);  hemos descubierto ingenieros que trucaban coches sin importarles un rábano el ecosistema o nuestro bolsillo; nos hemos indignado ante sectores de la industria alimentaria que han vendido aberraciones bajo apariencia de comida; conocemos médicos cuyo juramento hipocrático ha valido el peso del oro por el que lo han vendido y en ONG prestigiosas en el banquillo de supuestas acusaciones populares o entre las estrellas rutilantes de la televisión se escondían manzanas que de tan podridas parece mentira que se sostuvieran con apariencia íntegra, aunque quizás todo se debiera a nuestra omisión en el deber de vigilancia.

Un cierto margen de imprevisibilidad se da siempre (...) Un sujeto corpulento, iracundo y drogado es un peligro a someter mediante la fuerza

Quedan mil cosas por hacer en los múltiples niveles policiales. Y, por lo que he apuntado antes, también entre la policía hay gente que no merece vestir el uniforme: fantoches, aprendices de Rambo, justicieros, cobardes, envidiosos, tóxicos y tantas cosas más; evitarlos o expulsarlos es responsabilidad del sistema de selección y seguimiento de los agentes, y en última instancia, del poder judicial. Depurar la mala praxis es de ley; tanto como afinar los procedimientos de detención a los efectos de que el grado de discrecionalidad de la policía sea mínimo. Sin embargo, no nos engañemos, un cierto margen de imprevisibilidad se da siempre, pues deben enfrentarse a situaciones donde el factor humano multiplica exponencialmente las variables en juego. Un sujeto corpulento, iracundo y drogado es un peligro a someter mediante la fuerza. En el caso de Benítez además se enfrentó a una mossa agarrándola del pelo (aunque no se haya tildado el acto de machista por ser ella policía) Imaginemos la escena sin el servicio público que se ocupe de evitar el daño que pueda seguir provocando. ¿Quién se habría enfrentado a él? ¿Quién se enfrentaría a todos los energúmenos que somos capaces de alumbrar?

Podemos escapar a la lucha entre humanos, porque hay unos individuos que hacen de ese cometido su profesión. La violación, el robo, el asesinato, la extorsión mafiosa, la persecución, la amenaza, la pederastia, la captación de personas en sectas, incluso el acoso escolar son eventuales peligros de nuestro entorno provocados por los auténticos villanos, y para evitárnoslos o para que no queden impunes, una parte de nuestro mecanismo de defensa lo conforma la policía. Y para que la policía exista tienen que existir personas dispuestas a partirse la cara por la nuestra. Como en la defensa internacional, personas concretas e iguales a las demás deciden que su trabajo consistirá en protegernos.

Estoy convencida de que el atavismo que planea sobre tan simplista concepción de las fuerzas y cuerpos de seguridad es nuestra guerra civil. En eso, sobre todo en eso, la Transición no supo, pudo o quiso afinar más; pero ya está bien de hacer pagar el hoy por el ayer. Me gustaría que mi país sintiese legítimo orgullo por sus policías, y en todo caso, como la categoría ha de estar por encima de la anécdota y es nuestra obligación elevarnos desde ésta a aquélla, sirva esto para manifestar mi particular gratitud a quienes se cuidan de la seguridad de los demás por vocación; porque decidieron trabajar en la no menor tarea de ponerse entre mí y la parte más evidente del mal. Sinceramente, gracias.