Sí, yo estaba, aquella noche en Montjuïc. Vi correr a los últimos relevos en el Estadi Olímpic: Herminio Menéndez y Juan Antonio San Epifanio. Todavía recuerdo, obviamente, cómo la flecha tirada por Antonio Rebollo me pasó por encima de la cabeza, rehaciéndome la raya que llevaba a los trece años, para acabar rozando ilusa el pebetero y encendiéndolo, con la grada en pie y teñida toda de azul con las doce estrellas amarillas de los países integrantes en aquel momento de la Unión Europea. Recupero las imágenes en el Canal Olímpico, con la voz de Antoni Fernández Déu –sí, el que después ingresaría en el PP- y los comentarios de Lluís Canut –sí, el que todavía hoy sigue cobrando en TV3– y tengo que confesar que, cuando la llama vuela, todavía se me erizan los pelos de los huevos. No sé si añoro la Barcelona olímpica, pero debo de echar de menos la capacidad de admirarme que tenía cuando todavía no sabía nada de nada.

Esta semana Jordi Basté se quejaba de la escasa pompa y de la falta de ganas con que la administración Colau (y su vicecónsul Collboni) celebran los veinticinco años de los Juegos que transformaron Barcelona. Entiendo la perplejidad de nuestro locutor jefe, pero solo hay que volver a ver unos instantes de aquella ceremonia de apertura para comprobar cómo todos los consensos que la permitieron son hoy la base de los conflictos que describen el estado del país. La historia siempre se hace desde el presente y una celebración de los Juegos implicaría recordar todo lo que se nos escapaba de niños y que ahora sería fuente de conflicto. La cosa implicaría, por ejemplo, revivir cómo el rey Juan Carlos entraba en el Estadi Olímpic con Els segadors de fondo y cuatro aviones supersónicos del ejército que nos sobrevolaron la cabeza, justo después del himno español, para aniquilar cualquier intento de pitada.

Volver a los Juegos implicaría recordar también aquella España de González-Maragall que, a través de la efeméride, vivía encantada vendiendo a los catalanes la ilusión de formar parte de una nación de naciones que hermanaba a sus pueblos compaginando una sardana escrita por Carles Santos y el flamenco bailado por Cristina Hoyos. También habría que volver a la represión del independentismo, que antes se toleraba por tratarse de un movimiento folclórico y que ahora se regurgita con la misma violencia, escondida de legalismo. Entre una cosa y otra, lo menos importante de recordar Barcelona 92 es enaltecer la figura de Samaranch, un postfascista bien listo que se blanqueó la imagen con una inteligencia deportiva privilegiada. Contrariamente, volver a aquella ciudad de fuego nos obliga a revivir demasiados pactos en la sombra, a resucitar todas las toneladas de silencio que pacificaron durante lustros la España autonómica.

Por otro lado, entiendo perfectamente que a la alcaldesa Colau le moleste celebrar los Juegos de su ilustre antecesor, porque el modelo de la actual hiperalcaldesa se encuentra bien lejos de aquella Barcelona de Maragall que jugó a ser la más parecida a una capital de Estado, una ciudad que quería hacer apología de una alegría dispendiosa neoyorquina (en Manhattan, Pasqual aprendió que para ser progre necesitas ganar pasta), no enaltecer la miseria; donde los concejales arrasaban sin oposición los barrios rebosantes de chabolas y Oriol Bohigas, novecentista, construía la Vil·la Olímpica sin un solo balcón, porque decía que a los edificios de Barcelona enseguida les salían tetas. A Colau le será bien duro acercarse a los Juegos, viendo que muchos de los apologetas del maragallismo que la habían apoyado hasta hace muy poco ya se están pasando al independentismo y quieren un referéndum.

Celebrar los Juegos del 92, con lo nuestro de ahora (actualicemos las cosas: el rey emérito va cojo, cuando viene a Barcelona le hacen muecas y ya no le dejan ni tener cortesanas, pobrecito mío; la Unión Europea vive en caída libre, más ocupada en restar que no en sumar miembros; muchos catalanes, quién lo habría dicho nunca, ya bailan flamenco vestidos con la estelada y en Barcelona tenemos un Ayuntamiento que todavía nos habla de la nación de naciones, pero le da una cierta pereza acoger una urna para que todo el mundo vote lo que le salga del alma), lo entiendo, tiene que ser una putada monumental. A mí, aquella emoción de niño no me la quita nadie, pero ahora la flecha tintada de fuego la tenemos nosotros. Que tiemble todo el mundo.