En el Estado español de las autonomías, todas las Comunidades son teóricamente iguales pero, en la práctica, unas son más iguales que otras. 

Dejando al margen las cuestiones históricas, desde muy pronto se vio que el edificio descansaba primordialmente sobre las cuatro Comunidades que, por razones y de formas muy diferentes, son portadoras de hechos diferenciales que les otorgan una personalidad singular, una capacidad centrípeta o centrífuga (según los casos) capaz de sostener o desestabilizar el complejo engranaje de un Estado descentralizado, y una influencia grande en la política española.   

Uno de los hechos más llamativos de la democracia española que nació de la transición ha sido la presencia en esas cuatro Comunidades (Catalunya, País Vasco, Galicia y Andalucía) de una fuerza política y socialmente hegemónica que ha detentado el poder real de forma prácticamente continua (incluso cuando transitoriamente se ha visto desplazada del gobierno).

Yo los llamo “partidos institucionales”; o si lo prefieren, “partidos nacionales”  -que no es necesariamente lo mismo que nacionalistas. 

Me refiero a Convergència i Unió en Catalunya; al PNV en el País Vasco; al PSOE de Andalucía; y al PP en Galicia. En la historia de todos ellos pueden encontrarse un puñado de rasgos comunes: 

El primero, ya mencionado, es su hegemonía sostenida en el tiempo. Han ganado todas las elecciones autonómicas desde el principio de la democracia. Cuando excepcionalmente salieron del gobierno (CiU entre 2003 y 2010, el PP en Galicia entre 2005 y 2009 y el PNV entre 2009 y 2012), fue a manos de efímeras coaliciones de perdedores, y fue siempre para regresar pronto a su hábitat natural, que es el ejercicio del poder. 

CiU ha ocupado la presidencia de la Generalitat durante 28 años; los lehendakaris del PNV han habitado en Ajuria Enea 32 años (y lo que les queda); el PP ha gobernado 31 años en Galicia (y parece que seguirá); y el PSOE de Andalucía nunca ha dejado el poder desde 1982. 

Cada uno de ellos tiene una identidad política diferente, pero todos han sido socialmente transversales, con una capacidad de penetración que alcanza a todos los sectores de sus respectivas sociedades y a todos los rincones de sus territorios. 

Tienen una poderosa vocación gubernamental, nutrida de prolongadísimas estancias en el gobierno; y se instalaron en ese espacio en el que el partido se confunde con la institución hasta difuminarse las fronteras entre una cosa y la otra.

Todos ellos han desarrollado discursos y estrategias de identificación esencial con el territorio. Hemos visto a CiU presentarse como el detentador natural de la identidad de Catalunya; al PNV como la quintaesencia de lo vasco; los populares gallegos hicieron famoso su eslogan “Galego coma ti” (gallego como tú), y durante mucho tiempo el PSOE-A se ha identificado corporativamente como “el gran partido de los andaluces”.   

Su cuasimonopolio del poder les ha permitido armar mecanismos de control social sumamente eficaces, aunque rozando el límite de lo admisible en una democracia europea. Todo ello acompañado de tramas y prácticas caciquiles, cuando no manifiestamente corruptas.

Han pasado crisis serias: el PNV vivió una escisión en los 80 y estuvo a punto de perder el rumbo cuando Ibarretxe se embarcó en la aventura del soberanismo abertzale junto a los socios políticos de ETA. Al PP de Galicia le costó gestionar la sucesión de Fraga. El PSOE de Andalucía ha estado varias veces cerca de sucumbir a los vaivenes y turbulencias de su marca nacional. Pero todos se han recuperado y han logrado mantener su posición dominante. 

El secreto siempre ha estado en un potente instinto de supervivencia y en una fidelidad irrompible a sus respectivos códigos genéticos. Y también, por qué no decirlo, en una comprensión profunda –más allá de las coyunturas- del alma de sus países y de las corrientes sociales, las visibles y las subterráneas. 

Con todos sus claroscuros, dudo mucho que el Estado de las Autonomías se hubiera asentado en España sin la presencia de esas fuerzas estabilizadoras en las cuatro comunidades clave. 

Convergència es el único de esos “partidos-Estado” que un día se puso en manos de un tal Mas que resultó ser un lunático tarambana que salió a la calle en pijama, y emprendió el camino del suicidio político

La mejor muestra de ello es la excepción: Convergència. Es el único de esos “partidos-Estado” que un día se puso en manos de un tal Mas que resultó ser un lunático tarambana que salió a la calle en pijama, extravió el carné de identidad y emprendió el camino del suicidio político. CDC ha dejado de existir formalmente hace unas semanas, pero en realidad dejó de ser Convergència cuando se propuso ser ERC y se pasó del orden al desorden y del imperio de la ley al de la insurrección. Todo para comprobar que entre el original y la fotocopia, el público siempre se queda con el original. Hoy quien marca el paso en el nacionalismo catalán es Esquerra, y todos sabemos –Junqueras el primero- que es cuestión de poco tiempo que ese hecho se corporeíce en la presidencia de la Generalitat.  

Al desnaturalizarse y perderse, Convergència no sólo se ha destruido a sí misma. Dado su carácter troncal, al hacerlo ha desquiciado y fracturado a la sociedad catalana y ha hecho trompicar a la política española, en la que tradicionalmente jugó un papel fundamental y casi siempre estabilizador. 

El próximo domingo votarán de nuevo los vascos y los gallegos, y las encuestas que se publican en los medios ofrecen una imagen bastante clara de lo que va a suceder. Bailarán los demás partidos, aparecerán nuevas fuerzas, pero todo indica que el PNV en Euskadi y el PP en Galicia revalidarán su condición de partidos institucionales de gobierno sin grandes dificultades. 

Esta es la foto común a pocos días de la votación: un partido mayoritario, con larga experiencia de gobierno, internamente cohesionado y con múltiples resortes de control político y social. Una gestión de gobierno reconocida como eficaz. Una sociedad razonablemente satisfecha que siente que, aun dentro de la crisis general, su situación actual es mejor que la del resto de España. Un líder consolidado y universalmente conocido frente a un colectivo de rivales semianónimos. Y una oposición fragmentada, desnortada y, en varios casos, afectada por los peores conflictos internos, que son aquellos que no se pueden ocultar pero tampoco explicar. 

Con todas las especificidades que se quiera para cada caso (obviamente, la política del País Vasco y la de Galicia son muy distintas), este retrato deja pocas dudas de que, salvo sorpresa monumental, asistiremos en ambas elecciones a una nueva victoria de los partidos institucionales. 

Y qué quieren que les diga: me parece lógico. Por muy lejos que esté tanto del nacionalismo vasco (y de cualquier otro, incluido el español) como del conservadurismo heredero de Fraga Iribarne, esto no deja de ser una competición a la que puede aplicarse con justicia aquello de “que gane el mejor”. Que es lo que previsiblemente ocurrirá.