Tal día como hoy del año 1895, hace 122 años, se iniciaba la guerra de Cuba que conduciría a la independencia de la isla caribeña tres años más tarde. Inicialmente la ideología independentista cubana estaba limitada a las clases intelectuales criollas. En cambio la clase terrateniente -los grandes propietarios agrarios- muy vinculada por lazos familiares con el estamento militar colonial, era completamente refractaria a la ideología independentista. No sería hasta finales del siglo XIX, con la irrupción de una potente clase mercantil formada básicamente por catalanes indianos, que las clases privilegiadas se plantearían, seriamente, dar apoyo al independentismo.

Cuba era una colonia española que generaba importantes beneficios a las clases mercantiles de la metrópoli y, en cambio, no recibía ningún tipo de inversión. Cuba era la "provincia" más desatendida de España y todas las infraestructuras creadas se construían con recursos privados que procedían de la iniciativa catalana en la isla. La discriminación española se convirtió en el principal argumento de José Martí, el héroe valenciano de la independencia cubana, para convencer a las clases privilegiadas. Y la proximidad geográfica de la industria norteamericana, cliente potencial de la producción agraria cubana y que Martí conocía bien de sus años de exilio en Nueva York, hizo el resto.

La reacción de clase política española al conflicto enquistado cubano se produjo en forma de explosión de patrioterismo casposo, justificada y alimentada por la prensa madrileña. Quedaba lejos el sentido pragmático del general reusense Joan Prim que, 25 años antes, como presidente del Gobierno, había propuesto la venta de Cuba a los Estados Unidos por el importe total del déficit público español. La guerra de Cuba, que costó miles de vidas en las levas forzosas de las clases más humildes de la metrópoli, se resolvió en un tratado que los casposos negociadores españoles -condicionados por una derrota militar sin paliativos- firmaron en unos términos humillantes y ruinosos, que fueron el hazmerreír de las cancillerías de Europa.