Tal día como hoy, hace 207 años, el mando militar español de Girona se rendía al ejército imperial francés que -en el contexto de las guerras napoleónicas- había asediado y bombardeado la ciudad durante 233 días. Había concluido un asedio que es saldó -entre las dos fuerzas combatientes- con la pérdida de 10.000 vidas humanas. La cultura popular de la época convirtió el sitio de Girona en un símbolo de la resistencia española a la pretendida ocupación francesa. Como lo hizo con los sitios de Tarragona y de Zaragoza. O con la batalla del Bruc. Una simbología que ha sido reiteradamente alimentada por la historiografía nacionalista española.

Pero la realidad era muy diferente. Joseph Bonaparte -el nuevo rey en el trono español- impulsó una purga de los elementos dirigentes más poderosos -y al mismo tiempo más reaccionarios- que fueron sustituidos por personajes de las clases intelectuales con un proyecto modernizador de España. La respuesta de las oligarquías que habían sido desplazadas del poder fue la misma que habían urdido en las mismas situaciones anteriores: el motín de Schillace -reinado de Carlos III-, y el motín de Godoy -en el de Carlos IV-. Fomentaban una revuelta y la vestían de patriotismo. Y con la colaboración del estamento eclesiástico manipulaban las masas: la voluntad de las clases populares.

La postura de Alvarez de Castro en Girona; como la de Contreras en Tarragona; o la de Palafox en Zaragoza, se enmarcan en este contexto. Girona fue sacrificada en un conflicto extraño a sus clases populares y menestrales. Una guerra que dirimía las fuerzas de los poderes españoles en conflicto: la oligarquía latifundista y la jerárquica católica por un lado -que reclamaban el retorno de Fernando VII-, y las clases intelectuales y académicas ilustradas -articuladas en torno a la figura de Joseph Bonaparte- de la otra. El umbral de las guerras civiles del XIX -entre carlistas tradicionalistas y liberales reformistas- que desangraron al país.