Tal día como hoy del año 1810, hace 207 años, las cancillerías de París y de Madrid -gobernadas por la dinastía Bonaparte- redibujaban los límites entre el Imperio francés y el reino de España. Esta nueva situación no sería efectiva hasta 2 años más tarde (12 de enero de 1812), cuando el Imperio consiguió el dominio efectivo sobre la totalidad del territorio catalán. El Principat de Catalunya, que desde 1714 era una simple región de Castilla, pasaba a administración francesa, también en la categoría administrativa de región. Habían pasado 825 años desde que el conde Borrell había dejado de prestar juramento de vasallaje a la monarquía francesa, proclamando de facto la independencia de los condados de Barcelona, Osona y Girona, el núcleo fundacional del Principat de Catalunya.

Este dato explica que, a diferencia del resto de Estados medievales peninsulares, el origen político de Catalunya es inequívocamente francés. Pero no explica la anexión napoleónica. La cancillería de París no tenía ningún interés en reeditar la Marca Hispánica carolingia. Catalunya fue incorporada porque ya era la locomotora de España. La industria del textil, la de salazón, la de transformación agraria, la de destilación de alcoholes y la de construcción naval abarcaban todos los mercados peninsulares y los principales puertos de la América hispánica. Catalunya había superado el millón de habitantes. Era la tercera región más poblada de España, después de Galicia y de Andalucía. Y Barcelona albergaba 125.000 habitantes, y se disputaba con Madrid la condición de primera ciudad del reino español.

La división administrativa en departamentos cuando Catalunya se incorporó a Francia

París calculó que Catalunya jugaría un papel protagonista en el contexto geográfico del "grand Midi". Se convertiría en el núcleo estratégico -económico y demográfico- del sur de Francia y el baluarte militar de la frontera sur del Imperio. La resistencia de los ministros de Madrid fue rápidamente vencida con un golpe de autoridad de París. Los nuevos funcionarios franceses -ilustrados y revolucionarios- sustituyeron a la vieja administración española -inquisitorial y casposa. Barcelona fue convertida en la gran capital del Midi. El superprefecto Argereau, conocedor de la realidad catalana, no ahorró medios. Oficializó el catalán, con la mirada reprobatoria de París, y abrió las puertas del gobierno regional a la intelectualidad del país, con el murmullo resentido de Madrid.