Las imágenes del exministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón escuchando impertérrito cómo se entonaba el cara al sol en el funeral de su suegro, el exministro franquista José Utrera Molina, no son unas escenas normales. Es más, son una imágenes lamentables y denunciables por el cargo que Ruiz-Gallardón ha ocupado en democracia, quien además de ministro con el Partido Popular ha sido alcalde de Madrid durante ocho años y presidente de la Comunidad de Madrid también durante ocho años.

Es obvio que los padres no eligen a los hijos, ni a la inversa. Y que, en este caso, la relación filial no es directa ya que Gallardón está casado con una hija de uno de los ministros que firmó la pena de muerte de Salvador Puig Antich. El tema no es, por tanto, el parentesco. El problema surge con el cara al sol entonado por un grupo de falangistas y la actitud compungida del exministro popular ante los cánticos que se producen a la salida de la iglesia.

La preocupación también surge con la normalidad que estos sucesos han impactado en el Madrid político y también en el mediático. Incluso uno de sus diarios de referencia, el ABC, despedía este domingo al finado con una doble página más propia de los años de la dictadura que incluía un artículo de Gallardón glosando la figura de su suegro. Hablando de los principios de Utrera Molina, Gallardón señala que "el apego a unos principios no se transformó nunca en rencor hacia el adversario ya que nunca vivió estrangulado por la intolerancia".

No hace falta seguir con este y otros artículos. Pero el simple hecho de haber firmado en un Consejo de Ministros una injusta pena de muerte debería obligar a Gallardón a un mínimo de decencia. Es ese vergonzoso silencio cómplice el que hace de España una democracia de baja intensidad.