Recuerdo cuando llegó Carles Puigdemont a la presidencia de la Generalitat, en enero de 2016, la reacción de alivio de miembros del Gobierno español y de diferentes sectores empresariales porque Artur Mas se viera obligado por la CUP a cederle el cargo. Mas era la bestia negra en Madrid y se había desatado contra él una campaña mediática, policial y política sin parangón para apartarle del liderazgo independentista. Puigdemont era, para los que no le conocían, un descanso. Se destacaban de él en Madrid dos cosas: ahora sí que se podría dialogar y además el nuevo president era simpático. A los que manifestaban sin matices que Puigdemont era un independentista desde tiempo inmemorial, ni se le escuchaba. El idilio duró unos pocos meses. El tiempo suficiente para comprobar que nada había cambiado y que Puigdemont iba a llevar lo más lejos posible su apuesta. Que no había manera de apartarlo del referéndum pactado y que, de no ser así, se pasaría al referéndum sí o sí.

En un camino hacia ningún sitio se optó desde el Gobierno español por una doble estrategia: mirar de generar la mayor polémica entre Puigdemont y el vicepresidente, Oriol Junqueras, que recogería el testigo de político dialogante que otorga la Moncloa; y, en segundo lugar, abrir en canal el PDeCAT y reducir el máximo posible el capital político de Puigdemont. En los dos casos, la estrategia de la Mocloa se ha dado de bruces con la realidad. Cierto que Junqueras es dialogante, como Puigdemont, pero solo alguien que vive en la ignorancia o en el desconocimiento más absoluto de la realidad catalana podía realmente pensar que el paso atrás del movimiento independentista lo iba a protagonizar el presidente de Esquerra Republicana. Fracasados todos los intentos de escenarios imaginarios y con poco recorrido para tirar de nuevo mediáticamente de la familia Pujol, del caso Palau o de las diferentes carpetas del 3% cuyo impacto es limitado o poco efectivo -otra cosa es el recorrido judicial, que se prevé importante- se ha abierto la que ya es la caza mayor del Estado: la Operación Puigdemont.

Primero se le presenta como supuestamente vinculado a la corrupción, tanto da que no haya ningún caso judicial en contra suyo, por un sumario de la época en que el ocupaba la alcaldía de Girona que guarda relación con la empresa que gestiona el agua de la capital desde hace décadas y que es una sociedad mixta, 80% privada y 20% pública. La demanda es lo suficientemente vieja y va dirigida contra la concesionaria privada porque la única virtualidad para que salga ahora es Puigdemont y el referéndum del 1 de octubre. El montaje es el clásico: se informa antes algunos diarios de Madrid, llegan las televisiones españolas antes que la Guardia Civil, se pide documentación al ayuntamiento -tanto da que sea la misma de la última vez- pero se tienen imágenes suficientes para que se hable de Puigdemont y corrupción. Así se prepara el terreno por si se tienen que adoptar medidas más contundentes contra el president. Casi de manual, si no fuera por un pero: que cada vez suena más a montaje y esta opinión está tan extendida que en un debate de este martes en el canal internacional de noticias France 24 el presentador ha comparado España con Venezuela.