La caída de Barcelona, penúltima plaza austriacista del Principat, el 11 de septiembre de 1714, marcaría el inicio de la etapa más brutal de la represión borbónica. Una brutal represión perpetrada desde el primer paso de ocupación del país (Lleida, 1707), que había conducido y que conduciría a miles de catalanes a la ruina, a las mazmorras, a las galeras, al patíbulo de ejecuciones o al exilio. Las instrucciones de Felipe V —el primer Borbón hispánico— al duque de Berwick —comandante en jefe del ejército ocupante— dictadas al día siguiente de la caída de Barcelona confirmaban la verdadera ideología del régimen "los resistentes merecen ser sometidos al máximo rigor según las leyes de la guerra para que sirvan de ejemplo a todos mis otros súbditos que, a semejanza suya, persisten en la rebelión”. El estado de terror borbónico generaría una corriente hacia el exilio que se dirigiría a Viena, Nápoles y Milán y también, en menor medida, a los Estados Pontificios y a los Países Bajos.

El primer exilio político de la historia hispánica

El profesor Joaquim Albareda, de la Universitat Pompeu Fabra, fue el primero en acuñar esta expresión para definir aquel fenómeno. Y el profesor Agustí Alcoberro, de la Universitat de Barcelona, elaboró un esmerado censo de exiliados. Albareda y Alcoberro, en sus imprescindibles investigaciones, dibujan el escenario de un exilio socialmente y económicamente diverso, pero políticamente compacto. Desde altos cargos de la administración austriacista hasta simples voluntarios del ejército imperial con cierto rango militar. Desde altos dignatarios de la jerarquía eclesiástica hasta simples rectores parroquiales. Desde personas desarraigadas hasta familias enteras. Pero con un denominador común. Todos habían formado parte destacada del partido austriacista. Todos habían tenido algún tipo de actuación en aquella "resistencia" que tanto incomodaba al Borbón hispánico. En definitiva, todos tenían una misma razón política que les había forzado a emprender el camino del exilio.

Destinaciones|Destinos del exilio catalán de 1714. Fuente Universidad de Barcelona

Destinos del exilio catalán de 1714 / Fuente: Universitat de Barcelona

Nápoles y Milán

Con los pactos de Utrecht (1713) que pretendían poner fin al conflicto sucesorio hispánico, el Habsburgo retiraba sus ejércitos de la península Ibérica y, a cambio, el Borbón le entregaba el dominio de las posesiones hispánicas en la bota italiana. Nápoles y Milán, las respectivas capitales, se convertirían en el punto de destino de una parte del exilio catalán de 1714, principalmente, el de la última oleada formada por combatientes que habían participado en la resistencia de Barcelona (1713-1714) y en la resistencia de Mallorca (1714-1715). Entre la larga lista que relaciona Alcoberro destacan nombres como Jaume Serra, que había pagado de su bolsillo una compañía de infantería (1707-1715); o los de destacados oficiales que habían combatido en varios regimientos imperiales, como Josep Simón, Damià Guardiola, Francesc Labartra, Tomàs Antich, Felip Pons, Ramon Grases, Marià Morell, Nicolau Timor, Josep Bachs, Joan Folch, Josep Sorreu o Joan Ribes, entre muchos otros.

Nápoles a mediados del siglo XVII. Fuente Universidad Complutense de Madrid

Nápoles a mediados del siglo XVII / Fuente: Universidad Complutense de Madrid

Estados Pontificios y Países Bajos

Los Estados Pontificios, los dominios territoriales de la Iglesia católica en el centro de la bota italiana, se convertirían en el punto de destinación de una buena parte del exilio eclesiástico catalán. Sin embargo, la capital pontificia no sería un destino exclusivo del personal tonsurado comprometido con la causa Habsburgo. La lista de Alcoberro revela que el que había sido ayudante de Berwick en el bando borbónico y de Villarroel en la causa austriacista Martín de Zuviria, que inspira al personaje de Martí Zuviria en la novela Victus de Albert Sánchez-Pinyol, se exilió al abrigo de la loba capitolina. En cambio los Países Bajos —llamados hispánicos para diferenciarlos de los independientes— después de Utrecht pasarían —como Nápoles y Milán— a engrosar los dominios de los Habsburgo vieneses, y se convertirían en el destino del exilio catalán de profesión y de tradición mercantiles.

Viena y el exilio en la Corte

La capital imperial, el centro político de los Habsburgo, se convertiría —por razones obvias— en el principal punto de destinación del exilio catalán de 1714. En aquel contexto destacaría la figura de Ramon de Vilana-Perles, notario real, capitán de la Coronela de Barcelona, víctima de la primera represión borbónica previa a la guerra (1701-1705) y secretario personal de Cristina de Brunsvic —la esposa de Carlos de Habsburgo que ejercería funciones de gobierno durante la guerra. Vilana, que se exilió poco antes del asedio de Barcelona, se convertiría en el ministro más influyente (secretario de Estado y de Despacho Universal) y en el diplomático más relevante de la cancillería vienesa. Vilana inspiraría la creación del Consejo de España para acoger y asistir a los exiliados de todas las naciones de la monarquía hispánica. También su hermano Pau Vilana alcanzaría cuotas importantes de poder en el exilio, como arzobispo de Brindisi, primero, y de Salerno, después, en el nuevo reino de Nápoles vienés.

Viena y el exilio en las calles

Pero no todos los exiliados tuvieron la capacidad y la habilidad de encajar en aquella nueva situación como en el exitoso aterrizaje de los Vilana. En El exilio austriacista (Pagès Editors, 2002) Alcoberro relaciona una lista de casos dramáticos que a las lesiones irreversibles que habían sufrido durante la guerra se sumaban las enfermedades provocadas por la infraalimentación y por la inadaptación a los inviernos rigurosos centroeuropeos. En algunos casos —de hecho, en muchos casos— los enfermos morían, sorprendentemente, por causa de la barrera idiomática, en buena parte porque la comunicación médico-paciente no era posible; y otros porque ni siquiera podían pagar lo que se les exigía en la puerta del hospital para ocupar una cama. La dramática situación de este colectivo que, en muchos casos, había perdido su capacidad económica a causa de la incautación de bienes a los resistentes —presentes o exiliados— decretada por la administración ocupante borbónica, impulsó la creación del Hospital de los españoles.

Carles d'Habsburg y Ramon Vilana. Composición fotográfica. Fuente Archivo de El Nacional y Centro Cultural Patio Limón

Carles de Habsburgo y Ramon Vilana

Las pensiones del exilio

El Hospital de los españoles sería una iniciativa que partiría del Consejo de España principalmente de sus principales actores: el catalán Vilana-Perlas y el valenciano Folc de Cardona. Y era, también, la revelación que el sistema de pensiones que había creado el Consejo de España resultaba del todo insuficiente para atender el drama del exilio extendido por la península italiana y por Centroeuropa. Alcoberro, en su investigación, recoge a las críticas que generaba el criterio de concesiones y presenta el relato de un afectado que afirma que mientras para algunos la pensión era un simple complemento a unos ingresos que recibían de la administración civil o militar austríaca —por la condición adquirida de funcionarios imperiales— y que les permitía vivir con cierto "boato", otros, sobre todo los mutilados y los enfermos, ni siquiera podían cubrir las necesidades básicas.

El Hospital de los españoles

A finales de 1716, pasados dos años de la caída de Barcelona, la situación de buena parte del colectivo exiliado en Viena era crítica. Y Vilana-Perles hizo un donativo de su bolsillo para paliar la situación a la vez que comisionaba a un grupo de catalanes —los médicos Esteve Mascaró, Maurici Andreu y Nicolau Serdaña— para crear un hospital propio en el barrio vienés de Währing —en el sector nordoccidental de la ciudad extramuros. En agosto de 1717 los tres médicos catalanes compraban una casa con un huerto, por 8.294 florines, e instrumental y medicamentos por valor de 2.000 florines más. El hospital entraría en funcionamiento pasados seis meses. La primera junta estaría formada por cuatro médicos, dos farmacéuticos, dos enfermeros y una enfermera, un cirujano y una cocinera. Todos catalanes, de Barcelona, Vic y Reus, excepto uno de los boticarios que era valenciano. Y los primeros pacientes que ingresarían serían un soldado de Fuentes de Ebro (Aragón) y un sargento de Barcelona.

Las rentas del Hospital

La creación del Hospital destacaba la capacidad de iniciativa y de organización de los dirigentes del colectivo de exiliados, pero sobre todo ponía de relieve la existencia de un fuerte sentimiento de cohesión del movimiento y de solidaridad hacia el sector más desfavorecido de aquella masa de desplazados. El hecho de que el Hospital impusiera como único requisito para ser atendido la condición de exiliado —con independencia de la nacionalidad del paciente— destaca, de nuevo, la naturaleza política más que nacional del movimiento. Y destaca, también, el protagonismo destacado de los catalanes, valencianos y mallorquines —el grupo numéricamente mayoritario— en las empresas del exilio. Para sostener una institución que no cobraba los gastos, el emperador Carlos (el excandidato al trono hispánico), a instancias de Vilana-Perles, autorizaría el desvío de las rentas, que procedentes de territorio napolitano y milanés cobraban ciertas casas religiosas radicadas en Roma, hacia las arcas del Hospital.

La crisis del exilio

En 1725, pasados once años de la caída de Barcelona, las cancillerías de Viena y de Madrid sellaban una paz diplomática, que a los dominios borbónicos era la paz de plomo de la represión, y acordaban la restitución de los bienes confiscados a los exiliados. El Tratado de Viena (1725) —como todas las paces— coincidía con la necesidad de poner fin a un gasto de guerra por una de las partes. En aquel caso la tradicional ambición de los Habsburgo para dominar Europa había dilapidado la caja en los campos de batalla del Rin y anunciaba el fin del sistema de pensiones destinadas a sostener el exilio. Una parte, que es difícil averiguar si era la más confiada o la más desconfiada, volvió a Catalunya, y sin embargo tardarían años en recuperar su patrimonio. En cambio, aquellos que no podían contar ni patrimonio ni familia en Catalunya —el sector más desfavorecido del exilio— se embarcaron en el proyecto de creación de una colonia catalana en los Balcanes: Nueva Barcelona.

Plano de Nueva Barcelona. Fuente Archivo de El Nacional

Plano de Nueva Barcelona.

Nueva Barcelona

El año 1734, pasados veinte años de la caída de Barcelona, el gobierno imperial autorizaba la creación de una colonia catalana en el valle del Danubio, en la actual región de la Voivodia, en Serbia. Josep Plantí, uno de los altos funcionarios catalanes de la corte vienesa, redactó un proyecto que no dejaba nada a la improvisación. Pero a pesar del prestigio que acompañaba la iniciativa, el fracaso de Nueva Barcelona marcaría el fin definitivo del movimiento del exilio. En un reportaje publicado con anterioridad "Nueva Barcelona, la colonia catalana de los Balcanes" se explica que el fracaso de la iniciativa se escribía con "p": previsiones erróneas, perfiles inadecuados y peste de Voivodina. El fracaso de Nueva Barcelona provocaría la dispersión definitiva de los restos del exilio y la desaparición de los valores del exilio: cohesión y solidaridad. Un fracaso que no oculta la verdadera dimensión de un fenómeno que afectó, en conjunto, a 30.000 catalanes; y que sería el primer exilio político de la historia hispánica.