La crisis que, a finales de la centuria de 1800, estalló entre las últimas colonias españolas de ultramar y la metrópoli, guarda unas sorprendentes relaciones con el actual conflicto Catalunya-Espanya. Los argumentos de constitucionalistas y de independentistas, es decir, de la metrópoli y de las colonias, y los tempos que marcaron el proceso, desde la autonomía de 1868 hasta la independencia de 1898, revelan —con la obligada distancia que impone el tiempo— unos curiosos paralelismos entre los dos conflictos. En la crisis colonial de hace un siglo y medio el constitucionalismo —presentado también como la defensa de la ley y del estado de derecho— fue el argumento español para hacer frente al independentismo en Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Desde 1868 el constitucionalismo es el disfraz de gala del nacionalismo español. Un disfraz de fábrica liberal que sublima una pretendida España regenerada y unitaria concebida para ocultar, en el desván, sus miserias y sus realidades.

De la primera a la última

Durante las primeras décadas de la centuria de 1800 surgieron más de una docena de nuevas repúblicas sobre el territorio del antiguo imperio colonial hispánico. Aquellas independencias se forjaron en la voluntad de escapar, y nunca más bien dicho, del régimen absolutista, despótico y corrupto de los Borbones pretendidamente ilustrados. En cambio, en las postrimerías del siglo, el paisaje había variado sustancialmente. La metrópoli se había consumido en dos guerras civiles mortíferas —liberales versus carlistas—, que son tres si contamos la guerra napoleónica. Los Borbones se habían ganado a pulso el dudoso honor de ser la dinastía más desacreditada de Europa. Los militares ponían y deponían gobiernos casi a cada cambio de luna. La corrupción, divisa atávica del poder, había mutado hacia un nuevo y pintoresco fenómeno: el caciquismo. Y el imperio español de ultramar ya no era aquel gigante con pies de barro y cabeza de calabaza "donde nunca se pone el sol".

Caricatura de la época. Fuente Biblioteca Nacional de España

Caricatura de la época / Fuente: Biblioteca Nacional de España

Constitucionalismo-españolismo

El año 1868 se produjo una revolución social en la metrópoli, que quedaría en nada como suele pasar en España con estas cosas, pero que sería el punto de partida del binomio constitucionalismo-españolismo. Los generales Prim, Serrano y Topete, pretendidos liberales constitucionalistas, urdieron un golpe de estado para liquidar la monarquía. La borbónica, porque el de Reus les plantó un Saboya —Amadeo I— que reinaría el tiempo que tardó en averiguar que, en España, su vida y su corona no valían ni un real. La Revolución Gloriosa de 1868 —la de Prim, Serrano y Topete— se presentó como el enésimo proyecto regeneracionista; con la particularidad que, a diferencia de los anteriores golpes de estado, tenía la pretensión de abrazar todas las capas de la sociedad. En este punto es donde constitucionalismo y españolidad hicieron Pascua e hicieron Ramos. Con una monarquía devaluada y con una religión cuestionada, el régimen constitucional pasaba a ser rey y a ser Dios.

La sagrada "unidad de la patria"

El concepto "unidad de la patria" hasta entonces recluido dentro de las cuatro paredes de los cuarteles militares, sería elevado a la categoría de dogma, para compartir altar con valores tan universales como la libertad. Aquello de la ley y del estado de derecho sería sólo una consecuencia. Una curiosa simbiosis que sólo se explica porque aquella Constitución, como tantas otras, fue redactada en un despacho militar. De militares golpistas. Aquello que en castellano dicen "meter al diablo a hacer lashostias". Constituciones de sastrería. Militar, por descontado. Cuba, Puerto Rico y Filipinas perdieron su naturaleza de colonia y ganaron la pintoresca condición de "provincias de ultramar". Un perverso subterfugio que pretendía deslegitimar el derecho a la autodeterminación. Una nueva mazmorra para las viejas colonias. Con la colaboración inestimable de las oligarquías españolas, a menudo enriquecidas con el comercio de personas, que amenazaban abandonar las colonias si los independentistas llevaban a cabo sus planes.

Sagasta. Font Wikipedia

Práxedes Mateo Sagasta / Fuente: Wikipedia

El suflé independentista

La crisis independentista, lejos de apagarse, se reavivó. También el liberal Sagasta y el conservador Cánovas del Castillo —presidentes del gobierno en la pintoresca alternancia del régimen constitucional español— pensaron que el independentismo era un suflé. Ni las ridículas autonomías administrativas, intervenidas cada vez que el Borbón de Madrid iba al baño, ni la brutal represión de las tropas coloniales sobre la población civil, ni las amenazas de fuga de capitales que proferían banqueros y latifundistas —algunos con un pasado inconfesablemente oscuro—, ni los llamamientos a la pintoresca ley y al extravagante estado de derecho que perpetuaban Cuba como la provincia más castigada del Estado español consiguieron rebajar el suflé. Cuba se independizaría y Unamuno años más tarde le diría a Azorín: "Merecemos perder Cataluña. Esa cochina prensa madrileña está haciendo la misma labor que con Cuba. No se entera. Es la bárbara mentalidad castellana. Su cerebro cojonudo, tienen testículos en vez de sesos en la mollera”.

Cánovas del Castillo. Font Wikipedia

Antonio Cánovas del Castillo / Fuente: Wikipedia

El desprestigio de España

Hasta aquí los paralelismos. Aquella crisis se convirtió en guerra. En nombre de la ley y del estado de derecho, es decir, del régimen constitucional, los gobernantes españoles ordenaron el sacrificio de miles de vidas humanas. Miles de soldados españoles de leva, que murieron en una guerra inútil que el general Prim había intentado evitar treinta años antes, cuando planteó la venta de Cuba a cambio de cubrir el déficit público español. Al margen del incalculable coste en vidas humanas, sólo la crisis de Cuba le representó al Estado español un coste del equivalente actual aproximado a 160.000 millones de euros. Y el desprestigio, interno y externo, más absoluto del régimen y de la clase política. La prensa internacional de la época presentó la diplomacia española como personajes casposos y ridículos, tocados de un patrioterismo atávico, que el túnel del tiempo había transportado de la época en que los Tercios de Castilla fueron inmortalizados en el cuadro de las lanzas.