El martes día 25 se cumplía el 310 aniversario de la batalla de Almansa (1707). Probablemente, la más decisiva del conflicto de sucesión hispánico, que enfrentaba a dos pretendientes al trono de Madrid -Felipe y Carlos-, dos poderosas dinastías -los Borbón y los Habsburgo-, dos modelos de Estado -el unitario y el confederal-, dos maneras de entender España -la castellana y la catalanovalenciana- y dos proyectos diferenciados de Europa -el francés y el inglés. Almansa se saldó con una derrota estrepitosa de la coalición internacional partidaria del Habsburgo, que dejó el País Valencià a merced de los borbónicos. Era el inicio de una larga noche de represión y de muerte. Xàtiva, Alcoi, Dénia, Alacant y València -las grandes ciudades del País Valencià- fueron en parte o del todo destruidas. Las instituciones, liquidadas y la lengua y la cultura, marginadas, proscritas y perseguidas. Las consecuencias iban mucho más allá de los campos de batalla: "Quan el mal ve d'Almansa, a tots alcança".

El mal de Almansa

Para el pueblo valenciano, el 25 de abril es el equivalente del 11 de septiembre del pueblo catalán. Es la inevitable cita con la historia. La fecha de inicio de una larga resistencia política y cultural, que se ha prolongado hasta la actualidad. Y que nadie sabe cuándo -y sobre todo, cómo- terminará. Tres siglos largos hasta el día de hoy que explican la historia moderna y contemporánea del País Valencià. Desde 1238, el Regne de València había sido una entidad política semiindependiente. Primero integrada en el edificio catalanoaragonés. Y después, en el edificio hispánico. Después de Almansa, en 1707, el primer Borbón castigó la rebelión valenciana a sangre y fuego. Y redujo el país a la categoría de simple provincia de Castilla. En todos los aspectos. València cap i casal, capital económica, cultural y social -e incluso, política- del Renacimiento catalanoaragonés, fue expoliada, humillada y degradada. Y por extensión, el País Valencià, cuna de revoluciones sociales, fue convertida en una gran mazmorra a cielo abierto.

El burgués y el labrador

Después de Almansa vino un desembarque formidable de funcionarios castellanos -civiles, militares y eclesiásticos- con la misión de imponer la idea castellana de España. Que es lo mismo que decir la idea borbónica de España. Las elites nativas que sobrevivieron a la derrota del país se castellanizaron entusiásticamente. Que quiere decir, españolizarse. Tal y como pasó también en Catalunya y en Mallorca. Nada de nuevo bajo la capa del sol. El instinto de supervivencia, sobre todo del patrimonio económico y de la posición social, es consustancial a la condición humana. Urbi et orbi. Durante las centurias de 1700 y de 1800, desde el poder se alimentó hasta la extenuación la ecuación perversa que relacionaba urbanidad y riqueza con la lengua castellana -denominada española- y rusticidad y miseria con la lengua valenciana -denominada dialecto. La dicotomía pintoresca del burgués ilustrado castellanohablante y del labrador iletrado valencianohablante.

Teodor Llorente, Constantí Llombart y Vicent Blasco Ibáñez

El valenciano del Principat y de las Illes

Dos siglos de marginación, prohibición y persecución habían hecho mucho daño. En el País Valencià, y también en Catalunya y en las Illes. Pero la sociedad valenciana era, todavía, abrumadoramente valencianohablante. El catalán del País Valencià o el valenciano del Principat y de las Illes. Una idea importante a retener. Porque con la Renaixença, a finales de la centuria de 1800, el mundo cultural se divorció del poder económico. Cosas del liberalismo. Por una parte, Lo Rat Penat, entidad pionera de la valencianidad cultural, con Llorente y Llombart al frente, defendía un proyecto cultural conjunto: la idea de Països Catalans surgió en València. Y por otra, las elites económicas valencianas se enfrentaban a las catalanas por la política económica española. Los industriales del textil catalanes, partidarios de un proteccionismo que penalizara las importaciones inglesas, contra los productores agrícolas valencianos, partidarios de un librecambismo que impulsara la exportación de cítricos por toda Europa.

La guerra de las naranjas

La guerra económica rápidamente se transformó en política. Por las evidentes conexiones entre poder económico y poder político. Y se ensució a propósito con prejuicios localistas. Por los dos lados. La historiografía catalana ha puesto mucho énfasis en la figura de Blasco Ibáñez, como uno de los grandes dinamiteros del edificio que construían -conjuntamente- Lo Rat Penat y el Ateneu Barcelonès. Pero la responsabilidad fue compartida. Blasco Ibáñez no hizo más que recoger los platos rotos. En beneficio propio. Las burguesías valenciana y catalana de la segunda mitad del XIX no tenían otro proyecto político que la defensa de sus intereses de clase. Y de los beneficios que obtenían de las últimas colonias del imperio español. Liberales -en la pintoresca significación hispánica de la expresión-, monárquicos, clasistas, colonialistas y esclavistas -cuando menos, entre algunos de sus más destacados elementos. Unas burguesías, herederas de las elites entusiásticamente adaptadas al día siguiente de la derrota.

El secuestro de la cultura

El desencuentro definitivo se explica cuando, en València y en Barcelona, las respectivas burguesías asaltan las instituciones culturales. La idea borbónica de España había entrado en una aguda crisis con la independencia de Cuba, Puerto Rico y Filipinas (1898). Son tiempos de nuevas formulaciones, que surgen en València y en Barcelona, y las instituciones culturales se convierten, en aquel régimen pseudodemocrático, en el instrumento indispensable para asaltar el poder. Cuando Prat de la Riba y Cambó (1914), líderes de la burguesa Lliga Regionalista catalana, se dieron cuenta, ya era tarde. Lo Rat Penat, secuestrado por el poder económico valenciano, había sido convertido en la fábrica de una ideología reactivamente anticatalana. La semilla del blaverismo contemporáneo: el blasquismo lerrouxista, alimentado a propósito desde los cenáculos del poder de Madrid, hizo carrera y ensanchó la grieta que separaba el mundo cultural independiente del poder político, Catalunya del País Valencià.

El mal larvado

Después de la República vino la tormenta. El valencianismo de derechas se camufló dentro de las estructuras del régimen franquista. Poco más o menos como lo que pasó con el catalanismo y el mallorquinismo de derechas. El valencianismo de izquierdas, comprometido con la cultura y con la idea de un proyecto común con Catalunya y las Illes, se refugió en la clandestinidad, o sencillamente desapareció en el frente de guerra o en el exilio. Y el franquismo -el nacionalismo español-, que conocía la historia, abonó y regó con abundancia y generosidad la semilla del blaverismo. Los blaveros más destacados de la llamada Transición se formaron en el aparato de Estado franquista. Entusiastas represores de la lengua y de la cultura valencianas. Anticatalanes y anticatalanistas confesos que, a la muerte del dictador, se convirtieron, misteriosamente, a la fe regionalista y se presentaron, sorprendentemente, a la sociedad -en castellano riguroso- como la esencia de la valencianidad.

Fernando Abril Martorell, Manuel Broseta y Emilio Attard

El "bunker barraqueta"

Son los años de la UCD, de Abril Martorell, de Broseta i de Attard. Personajes ideológicamente vinculados al nacionalcatolicismo, con un largo pasado político franquista. Que abanderaban un regionalismo reduccionista y folclórico, subordinado a una España de factura borbónica y de tradición castellana. El blaverismo ya no era una semilla oculta bajo la costra del terruño franquista. Era una zarza potente que producía vistosas y venenosas bayas que intoxicaban a la sociedad. Son los años de las mal llamadas "batalla de la lengua" y "batalla de los símbolos"; alimentadas por el "bunker barraqueta" -el franquismo sociológico-, con el único propósito de alejar la izquierda de las instituciones. Son los años en que la ultraderecha españolista, el brazo armado del blaverismo, convirtió el País Valencià en un inquietante escenario dominado por el terror: persecuciones, palizas, atentados con bombas y asesinatos, de personas que defendían un proyecto cultural y político común con Catalunya y con las Illes.

Joan Fuster, Manuel Sanchis Guarner, Vicent Andrés Estellés y Guillem Agulló

El blaverismo castizo y friqui

El PSOE abandonó a su suerte al PSPV. Y al País Valencià. Felipe González confesó a Albinyana, el presidente preautonómico, que España solo se podía permitir un problema serio: Catalunya. La izquierda valenciana, sin apoyos en Madrid, se sintió huérfana de discurso reivindicativo. Y abandonó el discurso fusteriano -la recuperación nacional del País Valencià-, que había acompañado a las izquierdas desde los años de la II República y a través del desierto de la clandestinidad. Dejó un agujero negro, que el Partido Popular llenó con su propio discurso surgido de la fábrica secuestrada de Lo Rat Penat. Zaplana, Camps, Barberà, Fabra -padre e hija-, Ripoll, Castedo y Rus son el paradigma del blaverismo contemporáneo, castizo y friqui que, a pesar del tiempo y las circunstancias, no ha perdido el aroma de aftershave barato. El de los personajes de Calle Mayor. El que gasta la portavoz de Cs, Carolina Punset, cuando proclama en sesión parlamentaria que "el valenciano hace aldeano".