La primera Constitución española fue aprobada en Cádiz el día de San José de 1812. El imaginario español, tan acostumbrado a encontrar motes que familiarizan o ridiculizan cualquier aspecto la vida cotidiana, la renombró como la Pepa, coincidiendo con la onomástica del día. Es un detalle que revela el particular sentido del humor hispánico -el de sus clases populares- forjado en el transcurso de una historia dominada por el desengaño, la desconfianza y la tragedia; que tan acertadamente plasmó Goya en su fantástica obra. La Constitución de 1812 -la Pepa- ha sido sacralizada como el referente primigenio de una España que se rebelaba contra su destino. Que resquebrajaba la espesa tiniebla de siglos de oscuridad. Nada más lejos de la realidad. La Pepa no fue más que una matizada -e interesada- adaptación a unas nuevas circunstancias globales. Cambios calculados con el objetivo de perpetuar la esencia del régimen.

¿Una Constitución consensuada?

El 19 de marzo de 1812 -día de la aprobación de la Pepa- la nación española que -durante el siglo anterior- habían fabricado los Borbones a sangre y fuego, había desaparecido. Estaba fragmentada en varios dominios que, en el desbarajuste político provocado por la invasión napoleónica, ejercían la soberanía sobre los antiguos Estados hispánicos: las Juntas Superiores de Gobierno. Si bien es cierto que había una Junta Central, las juntas territoriales actuaban -de facto- como organismos independientes. En todo a eso hay que añadir que Napoleón había impuesto en el trono de Madrid -en el trono de las Españas, no lo olvidemos- a su hermano Joseph (Pepe Botella en el imaginario español), que había sido coronado con la entusiástica complicidad de amplios sectores de las clases ilustradas españolas; lo que equivale a decir de la intelectualidad de la época. Y hay que añadir, también, que Catalunya había sido directamente incorporada al Imperio francés, como una región más de la Francia metropolitana: el pie del hexágono.

Catalunya había sido directamente incorporada al Imperio francés, como una región más de la Francia metropolitana: el pie del hexágono

 

El Imperio francés el año 1812

¿Por qué en Cádiz?

Cádiz, en el extremo sur de la península, era el último reducto de los independentistas españoles. Un término que adoptamos de la misma terminología española (Guerra de la Independencia) y que revela que los discursos -los ideológicos también- los carga el diablo. En Cádiz se reunieron -habría que decir que se refugiaron- lo bueno, lo mejor y lo más ilustre del tradicionalismo apolillado, reaccionario, inquisitorial y anti-revolucionario de todos los confines de las Españas. Una atenta observación de la extracción sociológica y de la tendencia ideológica de los padres de la Pepa -también de los catalanes-, pone seriamente en cuestión el mito que le atribuye una naturaleza liberal. Las Cortes de Cádiz -las que parieron la "Pepa"- eran una fiel reproducción intemporal de aquellas Cortes medievales (tanto da si castellanas o catalanas) donde los estamentos nobiliario y eclesiástico (que sumaban el 10% de la población) tenían los 2/3 de la representación cameral. Una estampa digna del mejor tenebrismo del Greco.

¿Qué se decidió en Cádiz?

Por si no era suficiente con lo que sucedía en la península, en las colonias americanas se había suscitado el independentismo. El propio. Aprovechando el desbarajuste político en la metrópoli, las clases criollas -deslumbradas por las revoluciones americana y francesa- habían tomado la iniciativa y se postulaban como las legítimas clases rectoras de las colonias. La eterna lucha por el control del cesto de las cerezas. La maniobra, pretendidamente liberal, de las Cortes de Cádiz se explica en este contexto. Y relata un acercamiento, tacaño y paternalista, de las oligarquías de la metrópoli con las clases criollas para evitar lo inevitable. La Pepa establecía que la soberanía pasaba a residir en la nación. Un elemento innovador que limitaba la acción de los Borbones en la administración colonial, el auténtico caballo de batalla con los criollos. Pero por otra parte mantenía la Inquisición que, al margen de su función estrictamente persecutoria y represora, era un instrumento de centralización del poder.

Napoleón y el Timbaler

En Catalunya las clases ilustradas y mercantiles del Principat se habían prostrado -entusiásticas- al paso de La Marsellesa. Argereau, el superprefecto francés, se había rodeado de intelectuales para gobernar las prefecturas. Y en una operación de sospechoso maquillaje había oficializado el catalán, que se aplicaba paritariamente con el francés. Menos sospechosa había sido la operación de redireccionamiento de la industria catalana, que se abría -sin complejos- a los mercados franceses. La dependencia política basada en los vínculos clientelares. Desaparecía el proteccionismo hispánico, pero surgía un nuevo mercado que triplicaba el español en capacidad de consumo. El paisaje general, sin embargo, no acompañaba a esta euforia. La pro-francesa burguesía mercantil ejercía una explotación brutal sobre el aparato productivo agrario. Y en el mundo rural la escasa intelectualidad -el referente ideológico- estaba grotescamente representada por un pintoresco colectivo de clérigos-guerrilleros anti-franceses.

Europa en 1812

¿Francia o España?

El conflicto burguesía versus campesinado, o si se quiere Francia versus España, había adquirido tintes dramáticos que alimentaron falsos mitos folclóricos como el Timbaler del Bruc, y que gestaron las guerras carlistas que desangrarían el país en los años posteriores. La nómina de los catalanes de Cádiz confirma que el partido agrario se había posicionado decididamente. Pero también revela que sus representados eran grandes propietarios rurales -defensores del anacrónico régimen feudal- enemigos seculares del pequeño campesinado. La defensa de los gremios urbanos, que convirtieron en su particular caballo de batalla en las sesiones consultivas, no era más que un guiño a las clases artesanas catalanas, sometidas también al imperio del capital mercantil de los grandes fabricantes pro-franceses. Finalmente, como suele suceder en estos casos, todo quedó simplificado en el cómodo binomio que viste -y justifica- los conflictos armados: Catalunya francesa versus Catalunya española.

De los 16 diputados catalanes en Cádiz, sólo 2 sabían hablar castellano con fluidez

¿Quiénes eran los catalanes de Cádiz?

De los 16 diputados catalanes en Cádiz, sólo 2 sabían hablar castellano con fluidez. Y era porque eran nacidos y criados en Castilla. El resto sufrieron las burlas y el escarnio de sus compañeros de bancada por su fuerte acento catalán y por su discurso macarrónico. Y para remachar el clavo, Aner, Campmany o Dou -los tres más destacados- articularon un discurso ideológico -en la defensa de los gremios catalanes- anti-revolucionario y anti-francés basado en la defensa del foralismo catalán liquidado por la Nueva Planta borbónica. Un exotismo, en aquel contexto geográfico y sociológico, que fue el pretexto perfecto para acusarlos de anti-patriotas, derrotistas y separatistas; y marginarlos de las grandes decisiones. La Pepa no tuvo nunca vigencia en Catalunya. Fue derogada -y devorada- (1814) por el rey Fernando VII -el Borbón cautivo de Napoleón- pocos días después de que Argereau abandonara Barcelona. Y los diputados catalanes de Cádiz quedaron, definitivamente, relegados en la más absoluta marginalidad política.