Los hoteles son el duty free del alma. Lo que nos importa cuando vamos no es el descuento, sino la ilusión, incluso aunque sea un poco vulgar. En un hotel, si es bueno, la fuerza de la gravedad da la impresión que disminuye y eso libera parte de la presión que nos imponen la moral y los prejuicios. La vida parece más sencilla, más abierta y relativa, en un hotel -por eso algunos amantes y algunos suicidas los necesitan para sentirse lo bastante valientes.

La concreción más clara del sentimiento de libertad y de pureza que transmiten los hoteles es que no tienes que limpiar nada de lo que ensucias. Entrar en un hotel es como enviar una carta al universo. Todo lo que piensas y haces en un hotel lo puedes dejar en la habitación con las toallas húmedas y los jaboncillos desprecintados. Ahora, también tienes la alternativa de llevártelo a casa como si fuera un poema inspirador o un trofeo de caza, o un mineral de otro planeta.

Cuando los nobles se ponían al frente de sus soldados y vivían sin presiones materiales, la función mística del hotel la ejercía el campo de batalla. Si hubiéramos recibido una educación de príncipes, los hoteles nos harían falta para comer y para dormir y poco más. Ahora que podemos robar un albornoz, pero no podemos darle un puñetazo a alguien que se lo merece, el hotel nos libera la imaginación y nos da perspectiva. Nos recuerda por qué Metternich consideraba que la humanidad empezaba a partir del título de barón.

Sólo si tu vida es una farsa o si vives encerrado en una jaula de oro, la libertad que te ofrece el hotel te puede llegar a aburrir o hacerte sentir incómodo. Tiene gracia que Catalunya sea el país europeo que tiene los mejores hoteles, en relación con los precios. Teniendo en cuenta hasta qué punto es difícil, en este país, hacerte una visión del mundo que no te convierta en un malnacido o en un eunuco, se agradece que no haga falta arruinarse para encontrar un hotel inspirador.

En los hoteles he visto cosas que no creeríais, si las dijera en las tertulias. Una noche vi a un chico de la CUP sobornando al vigilante de un hotel de Palamós con un billete. El tío tenía unas botellas de champán francés guardadas en la furgoneta, al lado de la tabla de surf, y quería cuatro copas y una bolsa de hielo para continuar la juerga en la habitación.

En los hoteles, los dogmas se relajan y la gente se transforma un poco. Yo sólo soy capaz de dormir con hombres en los hoteles, aunque siempre a una mínima distancia. Una vez pude ver cómo Lluís Prenafeta era insistentemente confundido por el marido de Montserrat Caballé y recuerdo que otra vez el exministro de Hacienda Josep Borrell pagó cerca de mí una factura que de ninguna manera podía bajar de los 800 euros la noche, sin complementos.

Se tiene que ir al hotel con el mismo espíritu expansivo que uno se enciende un cigarrillo en la mitad del artículo, para ganar tiempo, para observar y para matizar el rumbo de sus razonamientos sin hacer un drama. Los hoteles son una escuela de deportividad. La gente que no puede pagarse un servicio doméstico de aristócrata debería poder ahorrar un poco para pasar en ellos unos cuantos días al año.

En un hotel aprendes que el control y la seguridad son una ilusión perversa pero que el amor y la tenacidad, a veces, si hay suerte, te pueden ayudar a salvarte. E incluso elevarte hasta el cielo.

- ¡Señorita, traiga otra copa, que se ha levantado vientecillo!