Uno de los mitos de uso corriente que, a mi entender, genera escenas más sórdidas y discursos más lamentables es el de la mujer ambiciosa. Quizás es cosa mía pero me hace la sensación de que los malotes tienden a abusar cada vez más de las ilusiones y los anhelos de reparación histórica de las mujeres para frenar cambios y banalizar las energías transformadoras que ha despertado la segunda globalización.

Si miro el panorama político español no veo a ninguna mujer que se pueda comparar con Aznar, Pujol, Suárez o González. En el panorama occidental, Merkel ha durado porque no ha defendido nunca ninguna idea propia de Alemania. Hillary Clinton fue derrotada porque en el fondo esperaba que se le perdonaría el cinismo por el hecho de ser mujer y se encontró con un genio de la provocación que cogió el sistema por sorpresa.

Igual que muchas mujeres que tengo a mi alrededor, las políticas que veo se comportan como hombres vulgares. Aspiran a tener poder para figurar o para protegerse de sus miedos más que para resolver ningún problema general. Sáenz de Santamaría no pasa de ser una secretaria de Rajoy que, a su vez, vive del imaginario de Aznar. Le Pen vale más que Manuel Valls -que es un catalán pedante-, pero no deja de tocar la bocina tremendista de su padre.

Theresa May es uno de los pocos ejemplos de mujer importante que se me ocurre que no ha confundido la ambición con la falta de principios. Quizás porque Occidente está en manos de caraduras, la liberación de la mujer tiende a utilizarse para dar un barniz de vitalidad y de renovación a la decadencia de los valores y de la iniciativa individual. Es triste ver a tantas jovencitas deslumbradas con Sáenz de Santamaría y las formas externas del poder, cuando podrían inspirarse en Rosa Parker, Golda Meir, Margaret Thatcher, Madame Curie o Eleonor de Aquitania, para hacer alguna cosa destacable en la vida.

El hecho de que los referentes femeninos se hayan degradado en el momento de máxima profesionalización de las mujeres debería hacer pensar. La feminidad, utilizada como argumento de libertad, sirve para banalizar la cultura del poder, al igual que la multiculturalidad, convertida en argumento de la diferencia, llevó a una tolerancia de fachada. Si yo fuera mujer huiría de las políticas que hablan de sus retos como si todavía estuvieran oprimidas. Son como los pujolistas sociológicos que se quejan de España.

En plan sarcástico se podría decir que el progreso de los últimos años ha consistido en hacer que las cabareteras del pasado se convirtieran en las mujeres poderosas del futuro. Como decía, eso tiene una correspondencia con el mundo masculino. No es en balde que los héroes de hoy -los deberían representar a los machos alfa- pretendan ser los mismos que se enriquecen y se arriesgan a cuenta de la seguridad de los débiles, y nunca a cuenta de su propia fuerza y creatividad.

Las mujeres tendrían que ser las primeras interesadas en subir el listón, y abrazar los riesgos de participar en la esfera pública. Si no acabarán convertidas en una herramienta de propaganda de las fuerzas decadentes que intentan oponer la ambición personal al idealismo y a los principios. Sería tremendo que nuestras hijas quedaran en manos de estas famositas que, cuando están embarazadas, suben fotografías de su barriga en instagram o utilizan hombrecillos tarados que hablan de su culo en Twitter para conseguir una influencia que renunciaron a tener por una vía más difícil pero más honesta.

Como decía Ovidio, la dificultad despierta el genio. El estilo es un diamante que se va forjando con la presión que ponen la escasez y los problemas.