Siempre que alguien me dice que tengo fuerza me acuerdo de que soy calvo. Cuando tenia 22 años un peluquero me comentó, con aquella mala leche de la gente que ha follado poco cuando era joven: "hombre, no te digo que a los treinta bola billar, pero calvito calvito estarás". Como era inexperto, pensé: "ahora no ligarás ni a la de tres". Mi madre me llevó a ver a un dermatólogo de la familia, un médico viejo que tenía una consulta oscura y rancia y que despotricaba contra los laboratorios de estética, que entonces habían cogido impulso con el estallido del hedonismo posmoderno. El hombre me hacía un ungüento y, cuando lo aplicaba, se me ponía la cabeza como una estufa. Dejé de ir por miedo de aquel ardor que parecía que me acabaría cocinando las neuronas a la brasa. Después tomé unas pastillas para prostáticos que iban bastante bien. Como eran caras y no podías tener hijos, ni dar sangre hasta un año después de haberlas dejado, también las abandoné. Poco a poco, descubrí que, cuanto más calvo era, con más facilidad ligaba. Eso me hizo pensar que cada cabello perdido era un cabello amortizado. Cuando eres ingenuo y tienes fuerza para gastar, pierdes energía sufriendo por imbecilidades, y el cuerpo necesita cobrarse alguna víctima. Saberse dominar -y saber dejarse ir- es la clave del talento, pero no cuesta igual domesticar una mula que a un caballo de pura sangre. Quizás fueron los genes pero siempre he pensado que la aventura de arreglarme el cerebro fue el esfuerzo que me dejó calvo. Curiosamente, desde que las máquinas hacen los trabajos manuales y nos dejan tiempo para pensar, los calvos están más de moda. Recuerdo que, cuando me estaba quedando calvo y el viento me hacía daño en el pelo, la angustia se me comía vivo a menudo porque no entendía nada de lo que pasaba en mi mundo. Si hubiera hecho como la gente que sólo se preocupa de caer bien, quizás habría conservado la magnífica melena intacta. Aun así, perder una cosa para ganar otra mejor también da un cierto atractivo -más discreto y perdurable. Perder una melena como la que yo tenía te enseña que el romanticismo es creer que necesitas una cosa que no te hace falta. Eso te da libertad y poco margen para poner excusas fáciles. No lo sé: ¿que más queréis que escriba si estoy encantado de haberme quedado calvo?