El otro día quedé con un amigo, todavía bastante joven, que acababa de enviar una carta seria y muy sentida a su amada. En verano la temperatura corporal aumenta y las pasiones se vuelven más asilvestradas. El amor pierde la ligereza espumante, tan simpática y tan democrática, quizás una pizca frívola —dirán algunos—, de la primavera.

Pobre, llegó bien aturdido. Parecía que viniera darse un golpe a la cabeza contra una pared o una farola. Le hablabas del referéndum y había momentos que no estaba. Me hizo pensar en los boxeadores que se quedan tumbados en medio del ring escuchando el pio pio de los pajarillos o viendo girar constelaciones de estrellas de colores.

A veces, me pasa una cosa parecida, después de escribir un artículo o de defender un argumento incómodo en un ambiente adverso. Si eres inteligente, pensar sin miedo tiene una contrapartida fastidiosa. Además de tener todas las posibilidades de quedar como un asno delante del mundo, el peso de tu razonamiento siempre te cae encima con una fuerza casi física.

Todos hemos visto la imagen de algún concursante de halterofilia jodiéndose en una competición. Primero el musculman maravilla al público subiendo una cantidad de peso extraordinaria, pero los brazos y las piernas enseguida empiezan a temblar de manera frenética y, poco a poco, asistimos con cierta angustia al progresivo colapso de su cuerpo, que se acaba hundiendo como un edificio en llamas.

En momentos de lucidez es cuando ves más claro hasta qué punto la fuerza es el motor del pensamiento y la base de la realidad. Cuando notas sobre el cuerpo el peso casi físico de las ideas y de los razonamientos que pasan por tu cabeza, cuando te venderías las joyas de la madre, e incluso tu madre, para poder pensar una cosa diferente, es cuando comprendes por qué la gente dice tantas mentiras, habla con tantos sobreententidos e incluso acaba adaptando aquello que cree a las circunstancias inmediatas.

Como no había manera de hablar del referéndum, me llevé a mi amigo a pasear. Ahora que el verano ha hecho caer su mantilla mortuoria sobre Barcelona, algunas calles tienen un sol y sombra delicioso. El verano es una especie de siesta húmeda y eterna. Las fronteras entre la noche y el día quedan diluidas y eso hace que la estación tenga una calidad de ensueño un poco exótico y enervante.

Aunque algunas calles empiezan a parecer Lloret, en el barrio todavía hay rincones donde en verano parece que puedas oír el latido de la tierra. El roce de las hojas, el aullido de un perro resonante en la inmensidad, los talones de una tigresa, el ric-ric de algún grillo despistado. Como mi amigo tenía pocas ganas de hablar escuché toda la fauna urbana.

En una pared de una calle pequeña vimos una lagartija. De pequeño el abuelo me explicaba una cosa de estos animalitos que me maravilla: se ve que cuando se sienten en peligro se desprenden de la cola para despistar su posible depredador. Cuando la cosa se pone fea, todos tenemos la tentación de hacer como las lagartijas y tirar a los leones aquello que nos expone, con la esperanza que nos vo.

Cuando se marchaba oí un ruido metálico, de monedas rebotando en el suelo. Por un instinto de protección absurdo me giré, pensando que el corazón de mi amigo se había roto en mil añicos de tanto decir la verdad o, cuando menos, de intentarlo. Porque a ver, le decía yo, viendolo sufrir por si se había pasado de la raya; si nos fuera dado saber a ciencia cierta cuando tenemos razón, qué sería del amor, del honor y de la gracia. ¿Y si no tuviéramos miedo, como podríamos ser valientes?