"En junio, la hoz en el puño", dice el proverbio catalán. En la historia de Catalunya, el mes de junio tiene un protagonismo destacado: es aquel punto en el calendario que ha señalado el final de los grandes ciclos históricos. Lo explicábamos en un artículo anterior. El Compromiso de Caspe, que impulsó la sustitución de la dinastía nacional Barcelona-Aragón por la castellana Trastámara, se empezó a gestar un mes de junio de 1410. Y se materializó en junio de 1412. La Guerra Civil catalana -denominada también guerra de los Remensas-, que enfrentó a la monarquía y las clases populares, rurales y urbanas, por una parte -en una curiosa y sorprendente alianza contra natura-, con las oligarquías feudales que habían secuestrado las instituciones, estalló en el mes de junio de 1462. Caspe y los Remensas son dos hitos primordiales de la historia medieval catalana, que explican los grandes conflictos posteriores de nuestra historia moderna, "... para cuando venga otro junio".

El Corpus de Sangre

1640. 7 de junio. Fiesta de Corpus. Hace 377 años. Se produce una gran asonada en las calles de Barcelona, que se salda con 20 muertos -entre ellos, el virrey hispánico Dalmau de Queralt- y que es la chispa que hará saltar un conflicto de grandes proporciones. El Corpus de Sangre de 1640 sería el disparo de salida, y nunca mejor dicho, de la primera revolución nacional catalana. Ni el conflicto derivado del Compromiso de Caspe -la revuelta de Jaime de Urgell contra el candidato elegido Fernando de Trastámara-, ni la guerra civil de 1462 y la guerra de los Remensas que la alimentaron tenían el carácter transversal ni el alcance nacional que adquiriría la revolución de los Segadores. En 1640, la sociedad catalana había ingresado de lleno en un mundo moderno que renegaba de la "medievalidad" y que explicaba la razón de Estado. Si buscamos la referencia más remota a nuestros esquemas actuales (sociales, económicos, políticos) la encontramos en aquellos escenarios de autoritarismo despótico, de arquitectura barroca y de música sacra.

Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma, virrey de Catalunya, y el conde-duque de Olivares, valido del rey

Consenso revolucionario

La prueba más evidente son los elementos -y las causas- que explican aquella revolución y que, sorprendentemente, nos asaltan de nuevo, en plena era del postcapitalismo. Y que, en cambio, encontramos con cuentagotas en 1410 y en 1462. Elementos y causas que revelan que nuestra sociedad actual es hija -o nieta, si nos paramos en la estación de 1713- de aquella revolución. El conflicto de los Segadores fue una revolución que, por primera vez en la historia, generó un gran consenso en la sociedad catalana. El campesinado -propietarios, arrendatarios y jornaleros-, los gremios -los maestros, los oficiales y los aprendices-, la burguesía mercantil -la grande y la pequeña-, las artes y las ciencias -los oficios, los docentes, los galenos y los juristas-, la Iglesia -la curia y el bajo clericato- e, incluso, una parte de la aristocracia -tronada y arruinada- que el viento no se había llevado se posicionaron en el mismo bando. La proclamación de la primera República catalana -la de Pau Claris en 1641- lo certifica.

Un país de oportunidades

Pero para entender las causas hay que observar los elementos. El dibujo del país en las décadas inmediatamente anteriores a la revolución. O si se quiere, la sucesión de dibujos. Y para observarlo -y entenderlo- nos hace falta hacer un viaje en el tiempo. Retroceder un siglo. 1540. Catalunya es, a las puertas de la Edad moderna, un solar ahumado. Un país devastado por las crisis y las guerras de la centuria de 1400, con una población y una economía que había retrocedido a las tasas de la centuria de 1200. A partir de 1540 se producen dos hechos primordiales que cambian la fisonomía del país para siempre. El primero, la gran inmigración occitana, que duplicó la población. De 250.000 a 500.000. A Catalunya le pasaba lo que les pasa a todos los países que están superando una gran crisis. Era una tierra de oportunidades falta de capital humano. Y Occitania era una auténtica bola de fuego, inmersa en mil conflictos mal denominados "guerras de religión". El complemento "malthusiano".

La democratización de la propiedad

Y el segundo, la democratización de la propiedad. La guerra de los Remensas del siglo anterior había impulsado un movimiento que sería el equivalente, con la obligada distancia cronológica, a una reforma agraria: el reparto de la tierra. Una versión barroca de la cita contemporánea "la tierra, para el que la trabaja". Por primera vez en la historia, la gran masa del campesinado -jornalero y remensa-, que representaba los 2/3 de la población del país, accedía a la propiedad -o a un régimen de alquiler muy favorable- de la tierra que explotaba y de la casa que habitaba. Y de rebote, el artesanado rural -los maestros de casas, los herreros, los carpinteros, los tejedores, los zapateros- pasaron a ser dueños de sus obradores. Pero las fuentes no ocultan que esta democratización de la propiedad vino acompañada de un fuerte endeudamiento: las hipotecas. Una verdadera burbuja inmobiliaria, rústica y urbana, que sería una de las causas que provocaría la crisis que precedió a la revolución.

Pau Claris

La especulación alimenticia

Otro elemento muy importante, en aquella sucesión de dibujos, fue la crisis alimenticia. La democratización de la propiedad impulsó una democratización de la producción y del consumo. En Catalunya, al principio de la centuria de 1600, se había impuesto plenamente un modelo productivo preindustrial que no tenía ninguna relación con el paisaje económico de Castilla, y en cambio tenía muchos elementos en común con el dibujo de las sociedades de Inglaterra, de los Países Bajos o del Milanesado. Sin embargo, a diferencia de ingleses, neerlandeses o milaneses, tenía unos canales de comercialización muy embrionarios, que es lo mismo que decir muy débiles. Pronto apareció la figura del especulador que acaparaba cereales, provocaba carestías e introducía el producto en los mercados con cuentagotas y a precios elevadísimos. Verdaderas mafias -coordinadas desde la oficina del virrey hispánico- que decidían qué ciudades serían abastecidas, porque se doblaban a sus condiciones, y cuáles pasarían hambre.

La fiesta de Olivaste

Mientras ocurría todo eso, en la corte de Madrid, Olivares -el privado del rey y ministro plenipotenciario- decidió que los catalanes tenían que pagar la parte de la fiesta que les tocaba. Las monarquías hispánica y francesa estaban enfrentadas en mil conflictos para dirimir el liderazgo en Europa, y el gabinete Olivares calculó que Catalunya tenía que aportar -en forma de impuestos- el equivalente a una población de un millón de habitantes (el doble del censo real). La negativa de las instituciones catalanas (1626) fue el punto de inicio de una escalada de tensión que desembocaría en la revolución. Olivares, contrariado, desvió a propósito el foco del conflicto a la frontera francocatalana. Y llenó Catalunya de soldados: los Tercios de Castilla. Una invasión militar en toda regla que se hizo especialmente dramática cuando se obligó a la población a alojar a la tropa en sus propias casas y a alimentarla con sus propios recursos.

El derecho de conquista

El año 1635, cinco años antes del estallido de la revolución, la situación general era de una tensión extrema. Los soldados hispánicos practicaban, impunemente, el derecho de conquista sobre la población catalana. Se empezaron a suceder episodios de robos y saqueos que con la respuesta catalana se convirtieron en una formidable espiral de violencia: violaciones y asesinatos de niñas y de mujeres del país, torturas y asesinatos de los hombres que vengaban las muertes de hijas y esposas, levas forzosas hacia el frente de guerra de los hijos de las familias violentadas, incendios masivos de cosechas, de graneros y de pueblos enteros. Y todo en un escenario de crisis dramática que estaba precipitando la quiebra del pequeño campesinado propietario y del pequeño artesanado propietario. Las fuentes revelan que las casas de caridad se llenaron a rebosar de chiquillos huérfanos o abandonados, y los bosques se llenaron de personas y de familias melladas, expulsadas por el sistema.

La "tormenta perfecta"

Con estas mimbres se explica que en 1638, dos años antes de la revolución, acabara definitivamente estallando la burbuja alimenticia. Un episodio dramático que provocó la quiebra definitiva de los pequeños propietarios productores: el estallido, definitivo también, de la burbuja inmobiliaria. A la crisis alimenticia se le sumaría una avalancha de desahucios, curiosamente ejecutados por los especuladores de cereales -negociantes, banqueros y arrendadores que conservaban la propiedad de la tierra-, que explicaría el fuerte resentimiento hacia las clases colaboracionistas del aparato funcionarial hispánico. La revolución de los Segadores, en palabras de Reglà -uno de los grandes historiadores del fenómeno- fue inicialmente un movimiento antiseñorial sin un liderazgo claro, que se convirtió rápidamente en un movimiento nacional anticastellano, antihispánico, que culminaría con la proclamación de la primera República catalana. Pasando, previamente, por la estación de la fiesta del Corpus de Sangre.

Mapa de Europa (1650), por Joan Blaeu