El primogénito del dictador Miguel Primo de Rivera, José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, fue un abogado con una personalidad fuerte y magnética y una vocación política temprana. En este sentido, empezó reivindicando la figura política de su padre –muerto en el exilio en 1930– y cargando contra los intelectuales, que en buena medida habían conspirado para hacer caer aquel régimen y preparaban el advenimiento de la República. Inmerso de fascismo italiano y de nazismo, el 29 de octubre de 1933, en el Teatro Comedia de Madrid, funda Falange Española, un partido político que tiene como base el llamado nacionalsindicalismo, fuertemente empapado de catolicismo, que pretende construir un nuevo estado totalitario donde las clases sociales desaparezcan bajo la égida del llamado Sindicato Vertical.

Partidario de lo que llamaba "dialéctica de los puños y las pistolas" y utilizada y financiada la Falange como a fuerza de choque por sectores antirrepublicanos, Primo de Rivera fue, no obstante, candidato varias veces a las Cortes, y elegido diputado en 1933. Detenido y procesado, participa de la conspiración militar desde la prisión de Alicante, donde será fusilado el 20 de noviembre de 1936. Se convertirá en El Ausente, una presencia inseparable al lado del crucifijo y el dictador en aulas y espacios públicos. El grupúsculo que había fundado en 1933, fusionado con las JONS y los carlistas, será FET y de las JONS, el partido único del franquismo.

En la concepción totalitaria de José Antonio, una de las grandes preocupaciones fue el "separatismo". En este sentido, en el artículo seleccionado, publicado en la revista de Falange el 12 de julio de 1934, en vísperas del 6 de octubre, Primo de Rivera denunciaba las concesiones hechas a Catalunya con el Estatut –especialmente en educación, por lo tanto en la formación de los niños y jóvenes– que había provocado que el separatismo ya no fuera clandestino, sino un efecto retórico y sentimental en manos de los políticos.

Una semana después, condensaría su pensamiento sobre Catalunya, afirmando: “No concebimos cicateramente a España como entidad física, como conjunto de atributos nativos (tierra, lengua, raza) en pugna vidriosa con cada hecho nativo local. Aquí no nos burlamos de la bella lengua catalana ni ofendemos con sospechas de mira mercantil los movimientos sentimentales –equivocados gravísimamente, pero sentimentales– de Cataluña. Lo que sostenemos aquí es que nada de eso puede justificar un nacionalismo, porque la nación no es una entidad física individualizada por sus accidentes orográficos, étnicos o lingüísticos, sino una entidad histórica, diferenciada de las demás en lo universal por una propia unidad de destino”. En este sentido, “España es la portadora de la unidad de destino, y no ninguno de los pueblos que la integran. España es pues, la nación, y no ninguno de los pueblos que la integran. Cuando esos pueblos se reunieron, hallaron en lo universal la justificación histórica de su propia existencia. Por eso España, el conjunto, fue la nación”. Por lo tanto, José Antonio concluye: “España es irrevocable. Los españoles podrán decidir acerca de cosas secundarias; pero acerca de la esencia misma de España no tienen nada que decidir”.

 


El separatismo sin máscara

José Antonio Primo de Rivera
F.E., 12 de julio de 1934

Ya hemos puesto bien en claro hasta qué punto somos ajenos al problema de la Ley de Cultivos votada por el Parlamento catalán. El mismo desacato a la sentencia del Tribunal de Garantías lo estimamos como un acto de insolencia, pero no, en sí mismo, como un atentado al sentido nacional de España. Se trata de un fenómeno de indisciplina jerárquica como el que se produciría si un Sindicato de funcionarios se insolentase con el ministro. Nosotros estaríamos frente a un acto así, pero no por exigencias del sentido nacional, sino por acatamiento a nuestro concepto del Estado.

Ahora bien: lo grave empieza cuando la Generalidad de Cataluña, en trance de granjearse la mayor popularidad posible entre los catalanes, elige un recurso sentimental que añadir al problema de la Ley de Cultivos. Y no elige otro que éste: el de proclamar que Cataluña está poco más o menos, en vísperas de una "guerra de la independencia".

Hoy el separatismo en Cataluña no es un sentimiento clandestino, transportado en secreto como cosa prohibida, sino que es el efecto retórico de primer uso

Es decir, se han dado tales alas al separatismo, que hoy el separatismo en Cataluña no es un sentimiento clandestino, transportado en secreto como cosa prohibida, sino que es el efecto retórico de primer uso, lanzado como la cosa más natural, para salvar situaciones difíciles, incluso por las autoridades representantes allí del Estado español.

Puesta la cosa así, desnuda y fría, ante nuestros ojos, tendría que sacudirnos una conmoción de arriba abajo si no hubiésemos perdido por entero la sensibilidad. En España se emplea el sentimiento separatista a plena voz, como instrumento normal de comunicación política, entre los gobernantes de Cataluña y sus gobernados.

A esos gobernantes así no sólo les ha entregado España gran parte de su hacienda y el orden público, sino que les ha entregado lo que importa más: la formación del alma de las generaciones nuevas. Horripila pensar cómo van a sentir la solidaridad española esas generaciones nuevas educadas por quienes profesan sin embozo su insolidaridad.

Un pueblo que quiere mantenerse a toda costa en su unidad y que hallará entre sus juventudes gentes dispuestas a mandar fusilar por la espalda, sin titubeo, racimos de traidores

Formar unidades ingentes, como la de España, es tarea de muchas generaciones al servicio de un constante esfuerzo. La gloria difícil de una gran obra así pide el sacrificio de siglos. Deshacerla es mucho más fácil: basta dejar que florezca en todas las grietas el separatismo elemental, desintegrador, bárbaro en el fondo, para que todo se venga abajo.

Pero eso ocurre si no se interpone la decisión resuelta de un pueblo, ya formado, que quiere mantenerse a toda costa en su unidad y que se hallará entre sus juventudes gentes dispuestas a mandar fusilar por la espalda, sin titubeo, racimos de traidores.