Dionisio Ridruejo es uno de los casos más emblemáticos de evolución política en el régimen franquista. Poeta y político, en 1933, cuando sólo tenía 21 años, se afilió a Falange Española. De hecho, a Ridruejo se atribuyen dos versos del Cara al Sol: Volverán banderas victoriosas/al paso alegre de la paz. Como destacado falangista, durante la Guerra Civil alcanzaría el cargo de Jefe Nacional de Propaganda franquista. En 1940 fundó con Pedro Laín Entralgo la revista Escorial y un año después se alistó como soldado voluntario en la División Azul.

Al regreso de Rusia, como camisa vieja, las divergencias con el gobierno del general Franco se evidenciaron enseguida. Ridruejo reprochaba al Caudillo el olvido de los principios nacionalsindicalistas de la Falange y su sumisión a las corrientes más conservadoras y tradicionalistas, y el revanchismo contra los vencidos, a quienes había que integrar en el proyecto nacionalizador del nuevo Estado. Unos reproches que planteó al mismo Franco antes de romper con el régimen, abandonar todos los cargos y ser desterrado.

Al iniciarse los años cincuenta, sus planteamientos ideológicos empezaron a sufrir un cambio liberalizador. Pasó de falangista ortodoxo a opositor democrático. En 1956 fue detenido y encarcelado por participar en la plataforma Acción Democrática, donde estaban implicados también escritores jóvenes de militancia comunista, circunstancia que Ridruejo ignoraba. A partir de entonces, los procesos y detenciones son habituales. Especialmente cuando participó en el Congreso del Movimiento Europeo celebrado en Munich en 1962, un encuentro de dirigentes de la oposición del interior y del exilio, que el régimen llamó "el contubernio de Munich". La participación en Munich le obligó a exiliarse durante dos años en París. Al volver fue procesado de nuevo. En los años 70, Ridruejo participa en la constitución de plataformas y partidos antifranquistas, con vistas a la muerte del Dictador. Una muerte que Ridruejo no llegó a ver, porque la suya llegó pocos meses antes, cuando tenía 62 años.

Las relaciones de Ridruejo con Catalunya son tempranas. Como jefe de propaganda del régimen, había participado en la ocupación de Barcelona. Sant Andreu de Llavaneres, Caldetes y Sant Cugat del Vallès son los destinos de su primer destierro. A partir de su estancia en Catalunya empezó a interesarse por la poesía y la cultura a catalanas, y sería uno de los participantes e impulsores del diálogo Castilla-Catalunya iniciado en el Congreso de Poesía de Segovia de 1952, donde sintonizó con Carles Riba, en aquel momento el poeta catalán que ejemplariza la dignidad cívica catalanista.

El artículo seleccionado, publicado en Revista, semanario de información, artes y letras –financiada por el empresario catalán Albert Puig i Palau-, de hecho, está escrito al calor de ese encuentro, pocas semanas después. El lenguaje de Ridruejo es aún deudor del antiguo falangismo –cuando habla de la "lengua imperial" o se refiere a la "unidad de destino" de José Antonio–, pero en el texto valora como muy positivo aquel encuentro entre poetas castellanos y catalanes –Riba, Foix y Manent–, que ejemplarizaban la pervivencia de la lengua y la cultura catalanas después de 1939.

Ridruejo creía que el congreso tenía que cerrarse con el deseo de que el catalán tuviera la libertad de creación para el enriquecimiento de la cultura española, y auguraba que podría ser el inicio de una intervención activa de los catalanes en la construcción nacional: "La colaboración en una empresa de unidad —no la mera participación pasiva- no puede ser más que un acto libre, esto es, verdadero, y este es lo secreto de toda la cuestión".

 


Poetas en la unidad

Dionisio Ridruejo
Revista, 17 de julio de 1952

Hay dos modos de hablar —se decía aquí, hace poco, en un editorial bastante oportuno—; un hablar humildemente para indagar la verdad, la propia y la ajena, un hablar socrático que justifica el dicho «Hablando se entiende la gente». Y hay otro hablar soberbiamente, retórico, que no sirve más que para ofuscar y ofuscarse y que, por desgracia, no parece el menos habitual entre nosotros.

Por fortuna, los poetas que en la penúltima semana de junio estuvimos reunidos en Segovia nos esforzamos por atenernos a la primera y con excelentes resultados. Y ello ha sido posible —y siendo posible, el congreso ha servido para algo— gracias a la lealtad discreción de sus promotores o protectores que lo propusieron como una oportunidad de diálogo libre y no como un acto de propaganda o como una ocasión de compromiso. Y ha sido precisamente la falta de cualquier tesis previa o de cualquier propuesta ocasional a la que adherirse lo que ha dado al congreso su tensión afirmativa y unitaria.

Y al hablar aquí de unidad y afirmación no me refiero a ningún encuentro fantasmal producido en el reino de la evasión poética. No hay tal evasión poética. Nada está tan hundido en las entrañas de la realidad como el vivir poético y nada puede parecerse menos a una reunión en las nubes que un concilio de poetas. Cuanto en Segovia se haya producido se ha producido en un «aquí» y en un «ahora». Es imposible hablar de poesía sin que ese hablar trascienda problemáticamente al todo de la vida intelectual y éste a su vez al todo de la vida humana que por el «aquí» y el «ahora» es la vida concretamente nacional, nuestra. Si cincuenta poetas de diversas latitudes y convicciones circunstanciales aciertan a vivir emocionalmente —antes aun que a conocer— la razón de su vida en común, quiere decir que esta razón existe, es evidente y es operativa.

Una lengua viva y vigente y un amplio proceso cultural ligado a ella. ¿Hay que interpretar el hecho como un elemento de escisión —y empobrecimiento— de la cultura total española o como elemento integrante y enriquecedor? 

Naturalmente, de entre todos los diálogos de Segovia no sólo el más interesante, sino también el más evidenciador ha sido el que, desde Dios sabe cuántos años de silencio, han reemprendido los poetas de la «lengua española no castellana» y los poetas de la lengua imperial. Diálogo cuya presumible fecundidad ha tenido un soporte: la extrema fidelidad a sí mismo, la libre y cruda sinceridad con que lo ha propuesto el poeta Carles Riba, que, a corazón abierto, se transformaba así en «el hombre del congreso».

Así está el hecho: una lengua viva y vigente y un amplio proceso cultural ligado a ella. ¿Hay que interpretar el hecho como un elemento de escisión —y empobrecimiento— de la cultura total española o como un elemento integrante y enriquecedor de la misma? Y según una u otra opción, ¿cuál es el tratamiento que el hecho —que como hecho ahí está— merece?

Si algo ha querido ponerse en claro en Segovia es precisamente lo que para muchos estaba ya claro: la voluntad española —lo que yo llamo voluntad ofertiva— que inspiró en los días de su mayor plenitud al hecho cultural catalán. Se quiere la unidad como plenitud de plenitudes y no como acomodación uniformante. Pero, además, en esa tentativa de planificar lo diferente, de llegar al fondo de la riqueza del particular, hay también una operación de signo unitario porque —como me decía Carles Riba— sorprende encontrar ese radical carácter común que presenta al español como español, en Cataluña como en Soria, precisamente cuando se está llegando a encontrar en el hombre la nuda humanidad tras de escarbar en lo más hondo de sus peculiaridades locales.

Ahora bien, el concepto de España como suma de plenitudes de lo «diferente» no es una propuesta que quede aislada —por ejemplo— en la poesía de Maragall. Los españoles más jóvenes han visto la unidad de España a través de dos textos —lo dije en otra ocasión— más concordantes con aquel modo reinaxente de ver que con cualquier otro. Son: El proyecto sugestivo de vida en común y La unidad de destino en lo universal. En ambas definiciones hay una tácita repulsa a la uniformidad y a la coacción.

Que la lengua catalana tenga abierto libérrimamente el camino de la creación para enriquecimiento de lo común español

Que la lengua catalana tenga abierto libérrimamente el camino de la creación para enriquecimiento de lo común español. Así podría formularse una conclusión no expresada,

pero sí sentada en Segovia (allí donde tuvo su corona Isabel, la unificadora).

Pero tras este deseo de justicia queda planteado otro problema. El castellano no es sólo un idioma nacional: trascendió a un mundo entero adonde, no lo castellano, sino lo español plenario se proyecta, se sigue cada día proyectando. ¿Cuáles son los deberes del hombre catalán, del hombre de espíritu para con ese mundo? ¿No estará entre sus deberes el de una intervención directa y no mediata? La pregunta vale en dos direcciones: la España entera —he dicho siempre— está necesitando mucho el contagio de ciertas virtudes alumbradas en la plenitud de lo catalán: la afirmación de la parte terrenal del destino del hombre, el espíritu humanístico, la irónica tolerancia, la jocunda fantasía, el genio de memoria y previsión —tradición y porvenir— que laten en los modos de acción catalanes. Todo ello será y sería rocío tibio para el alma demasiado fría o caliente de la España interior.

Y luego lo otro: la España abierta, comunicada, transmarina. El bilingüismo activo de Maragall sigue pareciéndome a mí —con su generosa inclinación al diálogo— la respuesta más adecuada a las preguntas que han antecedido. Creo que la marcha a Segovia de tres poetas catalanes ha estado también en la línea maragalliana de la respuesta.

En todo caso —insisto— esto ha podido ser así, si es así, porque el problema no ha sido puesto como prejuicio a una acción activa sino como propuesta a una libertad. La colaboración en una empresa de unidad —no la mera participación pasiva— no puede ser más que un acto libre, esto es, verdadero, y éste es el secreto de toda la cuestión. La unidad, como la verdad misma, está al cabo de un diálogo en que nadie habla para aplastar ofuscadoramente y todos para entenderse.