Un segoviano, Anselmo Carretero Jiménez, ingeniero industrial, formado en la Residencia de Estudiantes y en el Escuela de Ingenieros, ensayista especializado en la historia de España y de su Castilla natal, es conocido por un término político casi insólito en la tradición política castellana: España como nación de naciones.

Militante histórico del PSOE, Carretero había entrado en UGT en 1926 y en las Juventudes Socialistas de Madrid, participando en la fundación de la Federación Universitaria Española. De todos modos, residió muchos años lejos de España. Licenciado en 1932, obtuvo una beca para completar estudios en Alemania, donde fue testigo del ascenso del nazismo. Vivió en Francia y en México, donde su suegro, el político republicano Félix Gordón Ordás era embajador. Especializado en Oceanografía, volvió a España en 1936 para trabajar en la dirección general de Pesca. Con el estallido de la Guerra Civil, combatió en el bando republicano y trabajó en el ministerio de Estado. En 1939 se exilió en México, donde trabajó de profesor a los centros educativos fundados al exilio, y durante años, a la Sociedad Mexicana de Crédito Industrial, especializado en asuntos agrícolas. Murió en su país de adopción.

En México, Carretero mantuvo su militancia política, profundizó en el estudio de la formación histórica de España y entró en contacto con otro exiliado: Pere Bosch Gimpera, historiador, rector de la Universidad de Barcelona y conseller de Cultura de la Generalitat. Formó parte del grupo editor de la revista Las Españas, creada el año 1946 por José Ramón Arana y Manuel Andújar, y su continuadora Diálogo de las Españas. En este sentido, criticó la tesis histórica que consideraba Castilla la fundadora de España, y que el castellano fuera equiparado al idioma español. Entre sus ensayos destacan Laso nacionalidades españolas, La integración nacional de laso Españas, Los pueblos de España, etc.

Dentro del PSOE, donde representó a los socialistas españoles de México, clamó por|para la configuración auténticamente federal de España. Durante la transición, criticó algunas de las nuevas Comunidades Autónomas por falta de fundamento histórico. Pasqual Maragall se refirió a Carretero como uno de sus inspiradores. En una carta a Felipe González, durante el debate del Estatuto, Maragall escribe: "Al pobre Anselmo, que había casado con Ofelia Gordón, hija de Gordón Ordás e íntima amiga de mí madre, se le dejaba hablar en los interminables congresos del PSOE en altas horas de la madrugada. Yo me quedaba para oírle hablar de una España que era la mía pero que al PSOE de aquellos momentos no le interesaba. Interesaba la España del Estado de las autonomías sin distinciones y asustaba, sobre todo a partir del golpe de 1981 y de la LOAPA, la deriva hacia una España plural que en el fondo era la de la Constitución de 1978, la de Anselmo y Bosch Gimpera y la nuestra, la del socialismo catalán".

En el artículo seleccionado, publicado en el diario El País en 1981, cuando después del 23-F se pretendía cerrar el proceso autonómico con la LOAPA, Anselmo Carretero hace una defensa de su visión federal de España, vinculándolo a las razones históricas que él conocía profundamente. No se priva de criticar la visión cerrada y desconfiada ante el proceso autonómico y reivindica su visión de España como nación de naciones.

 


Razón de los estatutos

Anselmo Carretero
El País, 16 de setembre de 1981

Desde los años cincuenta, dijimos y repetimos con insistencia que la peor herencia que Franco dejaría a España sería el problema de las nacionalidades, porque las cuatro décadas de su dictadura lo habían enconado gravemente. Lo ocurrido después es cosa de todos los españoles sabida por vivida. Hoy resulta lugar común en nuestro país lamentar el embrollo de las autonomías, con justificada razón, pues las improvisaciones y los trapicheos políticos, de que algunas de nuestras más viejas e ilustres regiones han sido víctimas, a partir de 1978 han enmarañado el asunto con manifiesta torpeza. Aunque sea brevísimamente, trataremos aquí de examinar la cuestión desde su misma base. ¿Por qué y para qué son en España necesarias las autonomías de sus diversas regiones históricas? Un rápido análisis nos muestra que dos grandes razones lo exigen ineludiblemente: una, de validez general y naturaleza política; otra, específicamente española y radicalmente nacional.

El estado descentralizado y las autonomías regionales son formas de gobierno y administración pública en principio más democráticas y eficaces que el centralismo estatal, porque acercan el poder al pueblo y hacen la gestión del interés común más asequible a los ciudadanos. El regionalismo -y más aún el federalismo- implica una concepción del estado superior al unitarismo centralista que tantos daños ha causado a España. La concentración de los poderes públicos en un solo gobierno, con sede en la capital, ejercido con rígido criterio unitario e insaciable afán de absorción, llegó en el Estado español durante el franquismo a extremos nunca antes alcanzados, causando todo género de estragos (políticos, económicos, culturales...), especialmente en las regiones menos atendidas (el caso de la provincia de Soria es uno de los más impresionantes). Nada tiene, pues, de extraño que se haya extendido entre los españoles un amplio sentimiento anticentralista y que en 1978 se considerara necesario introducir en la nueva Constitución las bases de una España de las autonomías.

Otra, profundísima, razón -concretamente española y más que de índole política de condición nacional- que en España impone, dentro del marco constitucional vigente, la necesidad de las autonomías regionales es la naturaleza misma de la nación española. Porque España no es una nación homogénea, como lo son otras muchas naciones, sino una entidad nacional muy compleja y varia, una comunidad o familia de pueblos a ninguno de los cuales conviene el gentilicio español más ni menos que a cualquiera de los restantes; conjunto que ya en la Edad Media recibió el nombre plural de las Españas, y que hace tiempo definimos como una nación de naciones, concepto al que se acerca el art. 2 de la Constitución, según el cual la nación española está integrada por diversas nacionalidades y regiones.

Nacionalidades o regiones históricas

Galicia, Asturias, León, Castilla la Vieja, el País Vasco (Álava, Vizcaya y Guipúzcoa como unidades histórico- políticas independientes), Navarra, Aragón, Cataluña, Extremadura, Castilla la Nueva (antiguo reino de Toledo), las islas Baleares, Valencia, Murcia, Andalucía y las islas Canarias -aparte de Portugal, desprendida del antiguo reino de León en el siglo XII y hoy estado independiente son las quince nacionalidades o regiones históricas que, a partir de la llamada Reconquista y con mayor o menor relevancia, ocupan el territorio y la escena histórica de España. Todas ellas auténticas creaciones de la historia nacional -la más antigua del siglo VIII, la más reciente del XV-, no artificiosos inventos del Estado español, como de algunas a la ligera se ha dicho, y todas igualmente españolas, cualesquiera que sean su asiento geográfico y su particular cultura.

Tan manifiesta es la personalidad propia de cada uno de estos diversos pueblos, que fácilmente se perciben en ellos mayores diferencias que las a primera vista observables entre otros que hoy constituyen naciones independientes (entre un gallego y un valenciano, o entre un vasco y un andaluz, por ejemplo, se advierte de inmediato mayor contraste que entre un sueco y un noruego, o entre un argentino y un uruguayo). Diversidad que, no obstante, todas las presiones uniformizadoras (políticas, administrativas y culturales) ejercidas sobre los españoles por el centralismo estatal, éstos se mantienen fieles, a través de los siglos, a sus respectivos gentilicios regionales (asturianos, vascos, andaluces, catalanes, extremeños ... ), firme y entrañablemente arraigados en la conciencia nacional. Esta pluralidad histórica y natural, considerada por algunos como grave mal de la nación que es preciso extirpar, constituye para quienes concebimos a España en su cabal integridad uno de sus más ricos tesoros espirituales, digno del mayor respeto y de amorosa protección.

Por otra parte, la permanente convivencia en el suelo de la Península; la multimilenaria historia conjunta; la lucha por la independencia frente a invasores extranjeros, frecuentemente integrados a la larga en el conjunto español; la participación en empresas comunes, venturosas unas, in faustas otras..., han creado al correr de los siglos una conciencia, unos sentimientos y una voluntad comunitaria entre todos los pueblos de España que, por encima de sus diferencias, constituyen la base histórica y el principal fundamento humano de la nación española. Porque las naciones son criaturas que la historia pare tras lenta y complicada gestación. Y su base y su razón última están en la conciencia que de pertenecer a ellas tienen los individuos que las componen; convivencia colectiva que se mantiene sobre todo de la memoria histórica.

Tradiciones opuestas

Desde la Edad Media se han encontrado en España dos tradiciones opuestas. Una pluralista y federativa, con tres ramas diferentes: la vieja Castilla, propiamente dicha, y sus vecinas y aliadas, las comunidades vascongadas (Álava, Vizcaya y Guipúzcoa), a ella voluntariamente unidas; los países de la corona catalano-aragonesa (Cataluña, Aragón, Valencia y las islas Baleares), y Navarra, que se unió a la corona de León y Castilla en el siglo XV, conservando su condición de reino por sí. Esta tradición, de muy viejas raíces, se manifiesta en el siglo XIX en dos campos políticos opuestos: el carlismo foral y el republicanismo federal.

Otra concepción de España, unitarista y centralizadora, es la heredada del imperio visigodo, que, a través de la monarquía neogótica, nacida en Covadonga, se extiende ampliamente por el suelo peninsular, pasa al imperio español, y tiene un anacrónico y fugaz rebrote pseudoimperial en la primera etapa del francofalangismo. La nación española viene así enredada, desde hace siglos, en una permanente contradicción entre la naturaleza plural y varia del país y sus comunidades históricas, y el régimen centralista y homogeneizador que las oligarquías dominantes han tratado de imponerle.

Grave daño a nuestra tradición pluralista autóctona fue la introducción en España de la idea francesa del Estado nacional, originada en el absolutismo borbónico y desarrollada, con otra filosofía política, por el jacobinismo republicano y el imperio napoleónico. Una nación: un Estado, una lengua, una sola ley, una sola bandera, un Gobierno centralizado. Deslumbrados por el brillo de la Revolución Francesa, nuestros progresistas del siglo XIX creyeron, en general, que todos los pueblos del mundo debían seguir el modelo nacional parisino. Error que muy caro hemos pagado. La división de España en provincias, a imitación de los departamentos franceses, establecida por un simple real decreto de 1833, alteró arbitrariamente en algunas regiones los límites tradicionales de las viejas comunidades, para crear nuevas entidades administrativas, sembrando así el germen de conflictos que hoy vienen a complicar más la confusión provocada por nuevos proyectos regionales concebidos con excesiva ligereza.

Vinculación a la idea federal

España necesita una idea de la nación acorde con su propia, naturaleza, imposible de hallar en modelos extranjeros incongruentes, con nuestra historia y nuestra realidad nacional, que conciba la integridad de la patria como unión de sus diversos pueblos en el aspecto a la personalidad y el Gobierno interno de cada uno de ellos; y una concepción federal del Estado, porque el federalismo es el régimen político que mejor armoniza la unión con la diversidad; la solidaridad de¡ conjunto con la particularidad de los elementos que lo componen. Nuestro país está intrínsecamente vinculado a la idea federal por la naturaleza misma de la nación española. Si hay alguna nación en el mundo -hemos dicho en otro lugar- que, por su naturaleza, su geografía, su historia y su cultura, requiera un Estado democrático de estructura federal firmemente trabada, ninguno más que España.

La Constitución de 1978, que define a España como integrada por diversas nacionalidades y regiones, y reconoce a todas ellas el derecho a la propia autonomía, aunque no está basada en una concepción federal del Estado, contiene los principios necesarios para una buena solución del gran problema de nuestra complejidad nacional. De acuerdo con ella, los estatutos de autonomía son los instrumentos jurídicos que las nacionalidades o regiones históricas de España necesitan para la protección de su particular identidad.

Extender y consolidar el Gobierno democrático en todos los ámbitos del país. Respetar la personalidad de todos los pueblos hispanos y ayudar al desarrollo de sus respectivas culturas afirmando, a la vez, la integridad del conjunto español. Tales son las razones fundamentales de los estatutos que la Constitución de 1978 acertada mente establece. La primera se articula en torno a elementos objetivos (geográficos, económicos, legales...); la segunda, se basa en va lores humanos no mensurables (memoria histórica, conciencia y voluntad colectivas de muchedumbres humanas ...). En la apreciación de aquélla, conviene tener en cuenta la opinión de los expertos; en el enfoque de ésta, puede ser desastroso el consejo de tecnócratas carentes de adecuada sensibilidad.