Desde hace un tiempo he cogido afición a la jardinería. En abril compré un rosal y justo ayer hice la primera poda con las tijeras de la cocina. Igual que la afición a la lectura, el descubrimiento de las flores me ha cogido por sorpresa. Todavía no puedo decir si esto va a durar. Pero sospecho que las flores se van a quedar, igual que me pasó con la música y los libros.

Veo que, a medida que nos hacemos mayores, todo nos pide vivir a través de amores cada vez más sutiles y más concretos. Supongo que tratamos de compensar el peso del cuerpo y de la experiencia -que siempre lleva una dosis de fracaso y de dolor. La manía de leer me cogió a los 25 años, que es la edad en que la biología empieza a enseñarte los límites de la fuerza bruta.

La rosa es la flor más obvia, pero también es la más misteriosa. Su naturaleza ambigua explica los elogios que ha recibido. Cuando Pla quiso insultar al supremacismo castellano en pleno franquismo, escogió el tema de la rosa para no ser escalivado por la censura. A mi abuelo le gustaba explicarme que Quevedo le soltó a una reina: "Entre este clavel y esta rosa vuestra majestad es coja".

El abuelo, que era un hombre ofendido por Franco y por la guerra, tenía una locura por las rosas. El patio de la casa de veraneo era un festival de pétalos y espinas. Las regaba, las cortaba, buscaba clavos oxidados para que la tierra tuviera hierro. Le daban más disgustos que el Barça y la familia, y las trataba con una ternura que no recuerdo que profesara a nadie que no fuera yo -que era su nieto preferido.

Quizás por eso las flores me provocaban una cierta angustia, como los perros, que también me han acabado gustando bastante. Pensaba que servían para proyectar amores marchitados; que eran una afición de personas solitarias o amargadas por la vida. En la literatura y en el periodismo del país resuena un lalala que hace pensar en la demagogia de la rosa. Ya he dicho que se trata de una flor poética justamente porque es ambigua.

La rosa tiene una imagen fresca, de primavera o de verano, y una textura aterciopelada, más propia del invierno o del otoño. Es una flor que ha inspirado versos ridículos, tanto de cariz puritano como de tono populachero. Por ejemplo, improviso: "Ai Roseta/, quan et veig/, el cul em peta". Y a pesar de todo, si se mira bien, la rosa es una flor que desarma, que atraviesa las corazas y que te transporta más allá de las bromas y del moralismo de los eunucos.

Ya hace días que, cuando contemplo mi rosal, me encuentro inmerso en el mismo silencio que se suele apoderar de mí cuando escribo o cuando toco la guitarra. Las rosas de la terraza me ayudan a quedarme solo conmigo mismo. Si las miro, el pensamiento se simplifica y se desvanecen las burradas. Me gusta ver cómo sus colores se van coagulando, hasta que los pétalos se marchitan, y poder cortarlas sin ningún pesar ni rencor.

La rosa tiene una mezcla de fragilidad, delicadeza y contundencia que le da un tintineo heroico. Delante de un rosal como el mío podría enviar gente a morir e incluso podría morir yo mismo. Comprendo que las rosas formen parte de algunos escudos heráldicos. Su encanto tiene la fuerza de una frase de Virgilio escrita sobre piedra: Amor Omnibus Idem. Ante el amor todos somos iguales. Es decir, que el amor no hace diferencias en razón de dinero ni de privilegios sociales o políticos.

Ahora pienso que me parece gracioso que rindamos un culto tan apasionado a la leyenda Sant Jordi, en un país donde tan a menudo el miedo ha vencido al amor. Si nadie mata a los dragones, no pueden nacer rosas, ni princesas, ni caballeros. No puedes ser cobarde ante el amor sin que se note. Delante de una rosa eso se entiende perfectamente. Quizás lo habría aprendido antes, si me hubieran enseñado a descubrir las flores.

No hay que decir que un día voy a contar quién lo hizo...